Eran tiempos convulsos. La corrupción sacudía los huesos de un, por lo demás, polvoriento Imperio. Sangre nueva se quedaba fuera del organismo, y los aires de cambio eran tapados por cánceres personificados en piel de romano. Las grandes migraciones acontecían invasiones, y en vez de surgir un poderoso ente mestizo, se avecinaba la muerte de un gigante, quizá el más poderoso que haya pisado suelo terreno.
Por entre los campos de la llanura húngara sólo se podía ver un enorme campamento, sin mayor muestra de sedentarismo que alguna choza, en exceso rústica, hecha con paja, madera y pieles. Etzelburgo, pues así dice la leyenda que se llamaba el lugar, tenía en aquel momento más poder que la mismísima Roma, y de hecho, tenía sujeta a tributo a la mismísima Constantinopla. Sus guardines, cabezones, chatos y peludos, distaban mucho de Apolo, y acaso también de Hades. Sus ojos recordaban a Oriente, su crueldad, resonaba por todo Occidente.
Una tienda destacaba de entre todas ellas, pues allí habitaba el caudillo de aquella poderosa horda. Él era un Emperador sin Imperio, Atila, “Rey de los Hunos”, era el gran jefe de aquella algarabía bárbara. Ante él, sin mayores conocimientos que los atávicos, se arrodillaban caudillos godos, alanos, e incluso, en ocasiones, romanos. Desde mucho antes de que él naciera, a los jóvenes de su horda se les dañaba la cara, por lo general aún imberbe, con una hoja de acero hirviendo; de esta forma conocían el dolor, además de conocer que en la guerra antes había sufrimientos, para después fáciles placeres. A diferencia de todos los de su raza, a Atila le enseñaron en una misma lección cuáles eran los deberes del guerrero, sus sufrimientos, los juegos de los dioses, y cómo no, qué era, en verdad, el miedo.
Atila gustaba de rodearse de los más variopintos sacerdotes. Era gustoso de recibir consejos divinos y premoniciones, y, de hecho, tal vez fuere el soberano más supersticioso que haya habido en la Tierra. Era un siervo del “momento”; siempre lo buscaba en sueños y visiones, de hecho, la idiosincrasia de las estepas le hacía propenso a ello.
Los hunos, como pueblo bárbaro, no dominaban el arte del asedio. Constantinopla, y sus inexpugnables murallas, era demasiado premio, fijaronse, pues, en su homónima vaticana. El “momento” se aguardaba, Orestes (padre de Rómulo Augustulo, último Emperador de Occidente, y consejero principal de Atila) se preguntaba, una y otra vez, a qué esperaban para invadir el reino de los romanos. No sabía, pues era de orígenes urbanos, que se esperaba a la dicha, al azar, al “momento”.
Un día llegó al rústico palacio un romano montado en corcel ligero. Llevaba una carta sellada, con un enigmático anillo de piedras preciosas en su interior. Su remitente era Honoria, la díscola hermana del purpúreo Emperador de Occidente, Valentiniano III. Le ofrecía matrimonio, pues quería vengarse de las limitaciones impuestas por su hermano, y muy especialmente, por su madre, la célebre Gala Placidia.
A Atila le llegó el “momento”. Reclamó la mitad del Imperio de Occidente como dote matrimonial, yendo con sus huestes en su búsqueda. La Galia fue la provincia romana inicialmente elegida, sus tropas arrasaron Orleans y sólo pudieron ser vencidas en las Campos Catalaúnicos, cerca de Chalons, la previsión que contemplaba el bárbaro supersticioso no fue del todo cierto: pues, para aquel “momento”, Aecio (gran general de los romanos) había formado una memorable coalición con los visigodos (el pueblo germánico más poderoso), los francos y algunos otros pueblos de entidad menor.
La búsqueda de Atila resultó ser un fracaso. Ninguno de los sacerdotes que le rodeaban le supo dar respuesta a la pregunta que él inicialmente formulara. En otro “momento”, la intervención del Papa de Roma evitó la debacle de la ciudad eterna (junto a una epidemia de fatales consecuencias para los hunos, así como una campaña militar organizada por el Emperador oriental, Marciano). En un “momento” una conspiración perpetrada por los bizantinos acabó con su vida. Marciano había vencido, y por ello, sería reconocido en vida como uno de los más poderosos emperadores romanos, ¿dominando el momento? ¿perpetrando bajo su manto?.
Atila jamás dominó el “momento”, no supo utilizarlo, pese a buscarlo. Preguntó a sus hechiceros, sacerdotes y demás clérigos cuál debía ser su siguiente paso. Quizá… ¿no supo ver que el “momento” se rige por el azar y el Caos, no por ninguna pauta lógica? Quizá, en eso, los herederos de Roma tampoco hayamos acabado siendo demasiado diferentes al gran bárbaro….
* Última fotografía: The theme of the Seventh International Sand Sculpture Festival was "discoveries". This Dali-inspired work on the theme of clocks has the Clock Tower (please note the proper name - Big Ben is the bell) of the Palace of Westminster at its summit. GNU Free Documentation License
3 comentarios:
Me pregunto que tanto hablaría con el Papa de entonces esa vez que desistió de atacar Roma, no creo que sólo las enfermedades hayan jugado algo. Quizás usó su caracter supersticioso en su contra.
Por cierto allá también usan lo de "chatos"??! pensaba que no.
Cosas de la política, amigo mío. La política parece ser la más efectiva de las fines artes del papado.
Atila, el Huno, lo aprendió en carne propia.
No es de ahora que admiro esa forma que tienes de contar las cosas, y tu erudición en tal variedad de temas.
Motek
Hola Javier!
Muy interesante, como siempre. A saber cómo hubiese sido la historia de haber encontrado su "momento", lo mismo ahora tendríamos los ojos un poco rasgados, aunque seguro que en unas generaciones sí que sea así.
Un abrazo!!
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