sábado, 4 de junio de 2011

Asclepio

Zalakín entró en aquella suerte de tétrico edificio clavado entre las rocas. Riscos y quebradas hacían que su destino se encontrara en absoluta armonía con todo aquello que le rodeaba. Sin lugar a dudas, era el lugar que le había indicado su abuelo. Cogió, una vez más, aquel trozo de corteza donde estaba escrito el enigmático nombre sagrado. No sabía bien bien qué sería aquello que le aguardaría en aquel templo de rocosos sillares. Las hiedras salvajes sacaban pequeñas hojas negras entre grandes troncos decadentes. La sala por la que el pequeño duende bellotín transitaba carecía de mayor limpieza que la brindada por las ventiscas que, hasta allí incluso, soplaban con frecuencia.
Pese a ese punto tétrico, que hace distinguir a lo real de lo propio de Imagina, el lugar gozaba de aires de santidad. Las estalactitas y estalagmitas de diamante apuntaban todas hacia un mismo centro equidistante. Zalakin se adentró por el pasillo que las luces fluorescentes de éstas iluminaban. Para su sorpresa, allá no encontró trono, altar o grimonio alguno. Destrozada, partida por los años y las ventiscas, yacía una estatua humanoide de pálida tez blanca.
Zalakín extrajo el trozo de corteza de su zurrón, y con alta voz, cual tenor o Cicerón, pronunció las mágicas palabras que su abuelo le había entregado. ¡Asclepio! Los trozos de blanco mármol comenzaron a rodar mágicamente. Uno a uno, la estatua comenzó a rehacerse tras largos siglos de letargo. Todo el cuerpo fue tomando forma hasta que una cara, imponente, de mirada soberana, surgió de entre lo que, hasta aquél entonces, sólo habían sido restos de una antigua estatua.
No cabía duda de que aquélla era la divinidad que estaba buscando. Sabiendo de sus dudas, el dios Esculapio comenzó a escudriñar las neuronas del duende. Una a una hizo terapia de sus dudas, y sin magia ni hechizo alguno, consiguió conjurar realidad en un duende, Zalakín, que habita en un mundo donde todo es imaginado. No quísole dar riquezas, pues aunque no soñara con ellas, de dárselas le haría avaricioso. No le concedió un mejor porte, pues la esencia de su persona se distorsionaría con la de imponentes bárbaros musculados y seductores elfos rondanoches. Tan si quiera le concedió un amuleto, un pergamino o un mero escudo protector.
Zalakin salió del templo sin magia, pues ya tenía, pero sí con lo más valioso en aquel mundo, tan improbable de encontrar en su universo paralelo. El dios Asclepio le reconoció una educación, el mayor poder que jamás pudiera tener un ser humano. Le afirmó al duende que era lo único que compartía valor en su mundo y en el de la Realidad. Le aseveró que nadie podría darle aquel don, y que al tenerlo, sólo podía reconocerle su dicha. Zalakín salió del templo con dos armas para su eterno viaje: conocimiento y autoestima. Ni la serpiente que rodeaba al dios, ni el liso mármol que le constituía se quedaron recompuestos. La marcha de Zalakín no les daba motivos para sobrevivir, su labor estaba hecha, después de miles de siglos, alguien había recordado los escritos clásicos... siendo listo y honrado, aprovechando lo que las deidades de Imagina sellaron en letras de bismuto.
Foto: célebre estatua de Asclepio (Esculapio romano), en Ampurias. Foto del autor (y gracias al conductor).