sábado, 17 de marzo de 2018

A mi maestro del tambor



Existen muchos profesores, pero muy pocos maestros. La sabiduría no es tanto tenerla en potencia o ínsita, como desprenderla en cualquier instante y circunstancia. Divulgar es el arte con el que expresar el dominio de la materia; la bondad la materia que hace a la persona grande. No hay tantos grandes amigos, quizá aún menos que maestros.

No recuerdo exactamente nuestro primer correo, sí el asunto y qué nos teníamos entre manos. Mi inseguridad me incitó a buscar el consejo entre los más sabios en los temas de nuestra patria chica. Si bien pude exponerme a piratas, cierto es que encontré a alguien con proverbial barba, pero también hallé a un entrañable amigo. Mi boceto de libro de Anguita me lo “requetemiraste” y mejoraste. Por veces me encabronaste, como buen maestro, me picaste e hiciste superarme, me sugeriste y me hiciste ver.

Escribía poco que no me revisaras, nada que no leyeras. Tu adicción a la lectura no la ha superado ningún pez al agua. Siempre tenías una cita que aportar, una anécdota, un libro y un escrito que compartir. Recuerdo que siempre que te visitaba salía cargado de ideas y materiales, tu generosidad era más grande que tu figura. Todos sabemos que así de cierto es, y nadie tiene duda alguna de esta obviedad sincera.

Cada verano tenía intención de comer contigo. Últimamente pocas veces lo conseguía. Oposiciones y desdichas nos separaban y ahora me pinchan en lamentos. Me cuesta no mortificarme por no haber aprovechado aún más contigo el tiempo. ¡Pero qué demonios Joserra! ¡Como buen sabio, sólo pasaron a otra vida carne y huesos!

Si tuviera que definirte en muy pocas palabras diría de ti que eres jovial en el trato y contundente en el contenido. Bondadoso y generoso, inteligente, y siempre, atento.

Aunar tantas cosas sólo lo hacen los singulares y, según dicen, los viejos roqueros, aunque me atrevo a decir que también se predica del “Maestro del Tambor”, y te lo dedica tu, siempre, “pequeño tomborilero”.