jueves, 28 de agosto de 2008

Majungatholus, el dinosaurio caníbal

A lo largo de la historia han existido cambios climáticos de mayor o menor entidad. Las glaciaciones, los calentamientos, la desertización o el auge de las selvas tropicales no son nada más que cartas de una baraja compuesta por todos los posibles de la soberana y eterna Madre Naturaleza. El Sahara tuvo agua en abundancia, hace varios millones de años, de la misma forma que por los páramos de Soria y Guadalajara (Campo Taranz, Paramera de Maranchón) medraron grandes y pequeños moluscos, irrigados por el antiguo Mar de Tethys. El Mundo es un Caos, sin maternal norma que lo ordene. Sin lugar a dudas, sin ánimo de acaecer pretencioso o Agamenón, podemos decir que el cambio climático más “importante”, o mejor dicho, más conocido por todos nosotros, es aquél que conllevó la extinción de los dinosaurios. Parajes enteros sucumbieron. La Antártida dejaría de ser un próspero ecosistema de coníferas, lo húmedo se tornó, en buena parte seco. Las ráfagas de polvo volaban por el entorno, y la actividad volcánica, se cree, llegó a unos parámetros que pocas veces han asolado la faz de la Tierra. Quién sabe si por un meteorito, por un cambio orbital del planeta, “o porque los grandes saurios no cabían en el Arca de Noé”, el caso es que los dinosaurios se extinguieron. De la misma forma que para la historia humana no puede hablarse de hitos puntuales o grandes cambios separadores de etapas, en la historia natural (igualmente historia en todos sus aspectos) tampoco es conveniente situar puntos en lo que fueron largos procesos. Es de esperar que hace 65 millones de años, y durante buena parte del tiempo inmediato que lo precedió, buena parte de los ecosistemas de la Tierra entrarán en recesión, en crisis. La vegetación seguramente no crecía con la misma facilidad, y el clima debió hacerse más hostil e insoportable. Los dinosaurios agonizaban en busca de comida, engullendo todo aquello que pudiera ser dado de energía, fueran plantas, peces, animales o individuos de su propia especie... Científicos estadoudinenses, han descubierto, recientemente, curiosísimos fósiles de Majungatholus atopus, uno de los terópodos de los que se conservan mejores restos. Se trata de una especie de Abelisaurio (familia dentro de la cual deben destacarse especies como el argentino Carnotaurus), de 10 metros de longitud, que habitaba la actual isla de Madagascar, a finales del período Cretácico (hace 65 millones de años, vísperas de la masiva extinción). Según se recoge en el artículo publicado por la revista Nature (Nature 422, 515-518 (3 April 2003), es la primer vez que se hayan restos de un dinosaurio con evidentes síntomas de haber sido asesinado por un congénere de su especie. Antaño, el papel de caníbal se le atribuyó al pobre Coelophysis (al encontrarse, entre sus costillas, restos de lo que, “a priori”, parecían jóvenes individuos de la misma especie). Sin embargo, recientes descubrimientos descartaron tal hipótesis, al demostrarse que los restos pertenecían a reptiles “cocodriliformes” y no a alevines de la especie. No obstante, pese a que, de nuevo, parece haber surgido la, más que meridiana, posibilidad de haberse descubierto un dinosaurio caníbal, tal contingencia no debe considerarse como una muestra de especial crueldad por parte de un taxón animal en exclusiva. No sabemos si el comportamiento de Majungatholus tuvo algo que ver con las difíciles condiciones climáticas del final de los dinosaurios, sin embargo, sí que podemos afirmar que existen animales actuales que practican el canibalismo (sin necesidad de mencionar los existentes episodios humanos de tal práctica). Sin salir demasiado del taxón, los propios cocodrilos o los dragones de Komodo se alimentan de individuos de menor edad, si éstos no han sabido ponerse a salvo: entre la vegetación, los primeros, o subiéndose a los árboles, los segundos. Otro ejemplo sería el de los peces, caso paradigmático, sin olvidar la práctica, no en exceso extraña, de los leones, de comerse los cachorros de una manada con el ánimo de asegurarse de que toda la descendencia de la manada venga de su propio esperma. Definitivamente, el canibalismo es un tema, sensacionalista, esotérico y tenebroso, que sigue fascinando a nuestras mentes morbosas. Sólo hace falta investigar si se trata de una conducta posible en la Naturaleza (con el ánimo de sobrevivir en condiciones extremas), como así parece haberse demostrado, de tal forma que se nos confirma cómo la Naturaleza no conoce el Bien o el Mal, y cómo, ante todo, en pro de los propios genes se es capaz de hacer uso de toda aleatoria posibilidad.
  • Para Rusia con amor

    Cuando se rodó el célebre film del superagente inglés, allá por los años 60, Rusia no era tal, sino la, ya histórica, URSS. Los bloques soberanos del mundo contraponían capitalismo a comunismo, y los misiles, desde ambos lados, amenazaban a Europa con una guerra mucho peor que aquellas dos de la que fuera objeto previamente. El, por aquel entonces, joven Sean Connery, representaba al apuesto siervo británico en lucha contra el hegemónico, y peligroso, Imperio Soviético. El bien y el mal se representaron claramente en la película; Berlín era Europa en parte, soviética, y “anti-europea”, en el resto. De lo dicho se concluye que, no hay lugar a dudas de que los momentos anterior y posterior a la Guerra Fría son de inexcusable interés para lo que aquí quiere quedar reflejo. Para un español de a pie, Rusia no deja de ser un país un tanto lejano. Un Estado “sui generis” con tanta extensión como misterios. En los tiempos que corren, Rusia es más conocida por los caprichos de Abramovich y sus semejantes que por las célebres novelas de Gógol o Dostoyevski. Los políticos españoles, como todos los europeos, son más conscientes de su potencial en petróleo y gas, que en eventuales perspectivas de integración europea. Rusia es Europa para unas cosas, Tártaro para el resto. Si bien, alguna vez se habrá podido oír hablar de Rusia describiéndola como un gigante dormido, o un lobo vestido con piel de cordero; sinceramente, confirmando lo esquizofrénico de la relación rusa-europea, quizás conviniera conseguir que el lobo se vistiera de lobo, o que el gigante se durmiera un poco. De una forma quizás en exceso superficial, podría simplificarse la relación entre Rusia y Europa considerándola como un sentimiento de amistad-odio presidida, en cualquier momento, por el respeto, y para el caso europeo sobre todo, por el miedo. Rusia es vista como la derrota de Hitler o Napoleón, el gigante que consiguió engullir Polonia o el Imperio, sea de Stalin o de los Zares, que tanto influyó en la vida del Viejo Continente. A este componente histórico, que algunos querrían custodiar dentro de todas las psiques europeas, debiera sumársele, con una mayor importancia, características (muchas veces imaginadas o sobredimensionadas) que mucho han caracterizado a Rusia: a destacar la violencia, la frialdad, la corrupción y la mafia. De la misma forma que la planicie o la estepa unen a Europa con Rusia, conociéndose, cuanto menos geológicamente, Eurasia y no dos continentes, ambos sujetos de la órbita internacional requieren fuertes dosis de comprensión y acercamiento. Este acercamiento, del todo preferible al antagonismo, ya fue intentado por dirigentes como el célebre Pedro el Grande, sin embargo, y en tiempos más o menos recientes, políticos como Coudenhove-Kalergui no han dejado de ver en este nexo fuertes dosis de peligro y, acaso, de inestabilidad para el necesario equilibrio internacional. Alianzas como la ruso-alemana (ejemplo sería el caso Gazprom) son vistas con pánico por los europeos, a la vez que con indiferencia por quienes, como los españoles, poco o nada saben del “vecino” de los Urales. Después de todo, como ya escribió al respecto el Dr. Francesc de Carreras, debamos hacer más caso a Keynes y Monnet. Hagamos dos breves referencias a los proyectos de ambas personalidades. Anticipándose a los funestos acontecimientos posteriores, Keynes opinó que el Tratado de Versalles era demasiado gravoso para la derrotada Alemania, de tal forma que el resentimiento germano, y su posterior carrera armamentística, le dieron la razón. Alemania fue tratada como un ogro, no como un amigo, el resultado fue una gran guerra. Por su parte, Jean Monnet, europeísta de excepción, fue una de las mentes propulsoras de la CECA (la Comunidad del Carbón y del Acero), creándose una organización internacional que coordinara la explotación de ambos recursos, imprescindibles para la guerra, creando un gran pulmón para la industria y, correlativamente, para la economía continental. Rusia dispone de copiosos recursos, Europa de probada tecnología, ¿por qué no establecer una estratégica alianza? Como a tantos otros países, Rusia necesita convencer al Mundo de que es “algo más” que un predador armado con garras en forma de misiles y armamento. Algo más que un gigante en espacio e hidrocarburos. Necesita mostrar su compromiso, no sólo con pactos como el de Kyoto sino también en pro del Derecho democrático cosmopolita, que, al menos nominalmente, promueven las grandes potencias de Occidente. A veces, pienso que el cisma entre Roma y Bizancio sigue separando a Moscú de Bruselas. Dos cosmovisiones hermanas no saben mirarse la cara, tocarse las manos y fortalecer los puños. La visión que de los rusos se tiene en España necesita ser renovada. Ser considerada como algo nuevo, innovador y provechoso. Cualquier cosa antes que una ayuda militar para el mando republicano o un contrapoder marcial frente al poderío de los EEUU. Nada de eso. Europa puede beneficiarse del país de Gógol o Dostoyevski, de San Petersburgo (aún estando la península de Kamchatka y toda Siberia dentro). El miedo debe dejar abrir a la rosa. El temor reverencial a la prosperidad... y el trato.

    martes, 26 de agosto de 2008