sábado, 25 de febrero de 2012

Paranoia de política ficción.


Los cazas sobrevolaban las cumbres del Moncayo. Radares atómicos buscaban entre riscos y quebradas algunos de los últimos guerrilleros que osaban plantar cara a la potencia chinorusa. La escena era sumamente ejemplificativa, uno de los históricos imperios de ultramar reducido a escorias. Guerrilleros armados con viejas armas de la última Gran Guerra plantaban cara a dragones mecanizados, aparatos de última tecnología que llevaban el emblema del oso y el tigre.

Lo que antaño fue España ahora era un terreno virgen excepto en lo nuclear. Poco rastro de vida quedaba por entre las calles de Madrid o Barcelona. Todo se había convertido en un cuadro soñado por el más conspiranoico de entre los locos del pasado. Francia ni existía, el Papa hacía casi un siglo que se había marchado a Pennsylvania, resguardado tras el escudo antinuclear de la Alianza Libre (los antiguos EEUU...).

Sólo quedaba uranio enriquecido en las planicies de Westfalia. Murmullos y promesas rotas eran entonadas en forma de canción de gesta por supervivientes marginales. La resistencia de Munich ya era un mito, la aniquilación de Dortmund un recuerdo. Cuando comenzaron las hostilidades entre la Alianza (EEUU por aquel entonces) y los chinorusos, Europa aún se creía la cuan de la civilización global, el sancto sanctorum de la especie humana.

Todas las profecías situaban a Roma como inviolable. Nadie soñaba con que París, Berlín o Budapest pudieran ser reducidas a cenizas. Los antiguos “bárbaros” de los Urales, aquellos con los que los europeos ni tan siquiera se habían sentado seriamente a negociar jamás, ahora eran los dueños del territorio más densamente histórico en retrospectiva. Europa era un cadáver, una nueva Atlántida que, por primera y necesariamente última vez en su historia, no había sabido medir bien los equilibrios de poder y los peligros de su vecinos, cuasi por determinación biológica, siempre infravalorados.

Los griegos, fieles a una servidumbre ortodoxa milenaria, recuperaron Constantinopla. Moscú se extendía hasta Pekín, formando ambas la conglomeración más extensa jamás soñada. La población mundial se reducía a dos grandes potencias (por siempre enfrentadas) y dos territorios preservados de toda guerra: África y América Latina (dos pulmones verdes para un organismo que no había sabido plantar su simiente por otros lugares del Cosmos).

File:Nuremberg in Ruins 1945 HD-SN-99-02986.JPEGSi bien las catedrales góticas de toda Europa no eran más que macabros camposantos conmemorativos de vetustos explendores, queriéndose reír de toda contingencia y todo eco de gloria, un rebaño de los eternamente en peligro bisontes europeos trotaba por el zoo de Boston, en un gigantesco recinto aledaño al de los linces ibéricos. El hombre, que bien supo salvar especies-bandera, no había sabido repartir la escasa tierra entre los diferentes pueblos del Mundo. La Selección Natural, en su versión social, había acabado con aquellos pueblos más débiles, que antaño monopolizaron el control del Mundo.

Los ciudadanos de Londres alababan a su nueva patria-madre, aquella que desde los Apalaches les había traído un escudo (por los donantes previamente estrenado) que, por el momento, les protegía de los envites nucleares que habían acabado con sus antiguos “socios”. Los hijos de la Gran Bretaña estaban aislados del Continente, no por novedad alguna, sino por haber sabido jugar sus cartas, aunque fuera miserablemente.

Mientras en Manchester y Liverpool seguían practicando el sacro y centenario juego-rito del fútbol, las llanuras del Rin y el Meno no hacían más que llorar la pérdida de la madre germana. No supieron ver el futuro, y se cerraron en sí mismos, quisieron preservar unas presuntas esencias europeas, y no hicieron más que gangrenar a todos sus socios. Alemania sólo existía ya en el mundo de los espíritus, el mundo de Platón jamás visitado por mortal alguno. Alemania no supo elegir, no supo hablar con sus hermanos, no supo medir sus fuerzas, y desde luego, jamás supo comerse su orgullo. Tres Grandes Guerras participadas por ella fueron demasiadas. Llegado el momento, los EEUU se cubrieron con su escudo, olvidándose del resto del Mundo (aquél que buena parte de sus ciudadanos identificaban más con Venus o Marte que con lugares semejantes a su patria). Alemania, con su ceguera ya antológica, no supo salvar al resto para salvarse a sí mismo. Se fió de moralmente pobres compañeros, y al final fue pasto de las llamas. Europa no supo ver que se estaba situando en el centro del choque entre americanos y chinorusos. La franja geopolítica que antaño ocuparon los países del coloquialmente llamado “Están” (Afganistán, Irán....), ahora estaba siendo poblada por los orgullosos Europeos. 

Nínive fue grande en su momento, lo mismo que Madrid o París, pero nada es inmune al paso del tiempo, si la naturaleza del hombre, se sigue consolidando como territorialmente perversa...

NADA DE LO QUE HASTA AQUÍ ESCRITO ES REAL, ESPEREMOS QUE JAMÁS PUEDA LLEGAR A TENER NADA DE CIERTO...

martes, 14 de febrero de 2012

Mi meta eres tú.


File:Schedoni Paesaggio con amorino.jpgNuestra civilización se apoya en el sedentarismo, ficción social para un ser naturalmente nómada. Sea en busca de comida, de refugio, de placer, y cada vez más, por trabajo, el ser humano requiere del viaje como terapia y vía vital, mecanismo único por el que poder ir consiguiendo sustento. Como un ave migratoria, el intelecto nos hace tener siempre metas, objetivos hacia los que “volar”, aun cuando debamos luchar por el camino o contra el tiempo. No somos plantas que se arraiguen a un lugar cualquiera, sino seres pasionales que entrelazamos nuestros sentimientos. Somos seres sociales, animales políticos que requieren del viaje, sea éste físico o filosófico, para poder irse realizando.

Depredadores que siempre requieren de presa. Caza-recompensas compulsivos que vemos metas donde otros animales ni tan siquiera olfatearon. Somos el único ser capaz de morir por un ideal conscientemente. La meta es la esencia de nuestra propia naturaleza, por más relativista que pueda parecer la sentencia.

Me pregunto si hay alguna meta más sincera que el bienestar personal, querer buscar el bien para uno y los suyos. La búsqueda del río que como salmones estamos cuasi predestinados a tener que saltar. La búsqueda de ese oasis entre los desiertos de lo cotidiano. Lo realizable en buena hora, dentro de entre todos los posibles.

Ratifico que todo son pensamientos ante un espejo que me demuestra lo real. Lo lejana que parece la meta, aun cuando esté cerca. Cuán duros son los propios días, aunque siempre tenga la semana siete de ellos. Cuán preciado es un solo beso en soledad, aun cuando en compañía recibas cientos de ellos.

El calor del contacto amoroso, autopista de feromonas y calambres pasionales, no es más que un anelo, una meta, por el que bien vale la pena seguir luchando. El amor es una realidad entre ficciones, lo más pura, y menos disimulable, de entre todas las metas.

Quizá alguien pueda pensar que el amor no es racional, que es pasión loca que se diluye en el caos de las locuras humanas. Sin embargo, el amor es orden. Es el criterio que ramifica los caminos vitales, formando la referencia en función de la que nos guiamos. Buscar su encuentro es la razón, encontrar la ruta el motivo último de toda celebración.

Será un destello, o un mero sueño conforme con la fecha, pero más bien se asemeja a una visión mística, una de las que vieran los fundadores de doctrinas. Buscar en tu amante la meta de tus peregrinaciones, buscar entre sus senos el descanso para tu esfuerzo, no se me ocurre mejor designio por el que seguir transitando por entre los átomos de nuestras vidas. Agarrados a una ficción, que somos algo más que pasiones, siendo éstas, brazos de una misma causa última: en mi caso, tú, mi meta.