Los cazas sobrevolaban
las cumbres del Moncayo. Radares atómicos buscaban entre riscos y
quebradas algunos de los últimos guerrilleros que osaban plantar
cara a la potencia chinorusa. La escena era sumamente
ejemplificativa, uno de los históricos imperios de ultramar reducido
a escorias. Guerrilleros armados con viejas armas de la última Gran
Guerra plantaban cara a dragones mecanizados, aparatos de última
tecnología que llevaban el emblema del oso y el tigre.
Lo que antaño fue
España ahora era un terreno virgen excepto en lo nuclear. Poco
rastro de vida quedaba por entre las calles de Madrid o Barcelona.
Todo se había convertido en un cuadro soñado por el más
conspiranoico de entre los locos del pasado. Francia ni existía, el Papa
hacía casi un siglo que se había marchado a Pennsylvania,
resguardado tras el escudo antinuclear de la Alianza Libre (los
antiguos EEUU...).
Sólo quedaba uranio
enriquecido en las planicies de Westfalia. Murmullos y promesas rotas
eran entonadas en forma de canción de gesta por supervivientes
marginales. La resistencia de Munich ya era un mito, la aniquilación
de Dortmund un recuerdo. Cuando comenzaron las hostilidades entre la
Alianza (EEUU por aquel entonces) y los chinorusos, Europa aún se
creía la cuan de la civilización global, el sancto sanctorum
de la especie humana.
Todas las profecías
situaban a Roma como inviolable. Nadie soñaba con que París, Berlín
o Budapest pudieran ser reducidas a cenizas. Los antiguos “bárbaros”
de los Urales, aquellos con los que los europeos ni tan siquiera se
habían sentado seriamente a negociar jamás, ahora eran los dueños
del territorio más densamente histórico en retrospectiva. Europa
era un cadáver, una nueva Atlántida que, por primera y
necesariamente última vez en su historia, no había sabido medir
bien los equilibrios de poder y los peligros de su vecinos, cuasi por
determinación biológica, siempre infravalorados.
Los griegos, fieles a
una servidumbre ortodoxa milenaria, recuperaron Constantinopla. Moscú
se extendía hasta Pekín, formando ambas la conglomeración más
extensa jamás soñada. La población mundial se reducía a dos
grandes potencias (por siempre enfrentadas) y dos territorios
preservados de toda guerra: África y América Latina (dos pulmones
verdes para un organismo que no había sabido plantar su simiente por
otros lugares del Cosmos).
Si bien las catedrales
góticas de toda Europa no eran más que macabros camposantos
conmemorativos de vetustos explendores, queriéndose reír de toda
contingencia y todo eco de gloria, un rebaño de los eternamente en
peligro bisontes europeos trotaba por el zoo de Boston, en un
gigantesco recinto aledaño al de los linces ibéricos. El hombre,
que bien supo salvar especies-bandera, no había sabido repartir la
escasa tierra entre los diferentes pueblos del Mundo. La Selección
Natural, en su versión social, había acabado con aquellos pueblos
más débiles, que antaño monopolizaron el control del Mundo.
Los ciudadanos de
Londres alababan a su nueva patria-madre, aquella que desde los
Apalaches les había traído un escudo (por los donantes previamente estrenado)
que, por el momento, les protegía de los envites nucleares que habían acabado con sus
antiguos “socios”. Los hijos de la Gran Bretaña estaban aislados
del Continente, no por novedad alguna, sino por haber sabido jugar
sus cartas, aunque fuera miserablemente.
Mientras en Manchester y
Liverpool seguían practicando el sacro y centenario juego-rito del
fútbol, las llanuras del Rin y el Meno no hacían más que llorar la
pérdida de la madre germana. No supieron ver el futuro, y se
cerraron en sí mismos, quisieron preservar unas presuntas esencias
europeas, y no hicieron más que gangrenar a todos sus socios.
Alemania sólo existía ya en el mundo de los espíritus, el mundo de
Platón jamás visitado por mortal alguno. Alemania no supo elegir,
no supo hablar con sus hermanos, no supo medir sus fuerzas, y desde
luego, jamás supo comerse su orgullo. Tres Grandes Guerras
participadas por ella fueron demasiadas. Llegado el momento, los EEUU
se cubrieron con su escudo, olvidándose del resto del Mundo (aquél
que buena parte de sus ciudadanos identificaban más con Venus o
Marte que con lugares semejantes a su patria). Alemania, con su
ceguera ya antológica, no supo salvar al resto para salvarse a sí
mismo. Se fió de moralmente pobres compañeros, y al final fue pasto
de las llamas. Europa no supo ver que se estaba situando en el centro
del choque entre americanos y chinorusos. La franja geopolítica que
antaño ocuparon los países del coloquialmente llamado “Están” (Afganistán,
Irán....), ahora estaba siendo poblada por los orgullosos Europeos.
Nínive fue grande en su momento, lo mismo que Madrid o París, pero
nada es inmune al paso del tiempo, si la naturaleza del hombre, se
sigue consolidando como territorialmente perversa...
NADA DE LO QUE HASTA AQUÍ
ESCRITO ES REAL, ESPEREMOS QUE JAMÁS PUEDA LLEGAR A TENER NADA DE
CIERTO...
3 comentarios:
Sabes? un "y Pekín creció hasta Moscú" no me extrañaría en algún momento futuro
Muy bueno!. me ha recordado 1984 de Orwell.
Un abrazo.
Miguel.
Hola! Me cuelo para preguntarte cómo vas con la opo! Espero que todo genial:D
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