Nuestra historia comienza en 1910, en el norte de África. El paleontólogo alemán Ernst Stromer, queriendo encontrar mamíferos del Terciario topa con un descubrimiento mayor aún, un yacimiento del período Cretácico. Virtud de sus excavaciones, Stromer halló los primeros fósiles del Aegyptosaurus (un saurópodo, “cuellilargo”), Bahariasaurus (un carnívoro encontrado en el oasis de Baharia, Egipto), del cocodrilo Stomatosuchus (que se alimentaba de pequeños organismos, como las ballenas) y de dos gigantescos dinosaurios terépodos (carnívoros). Los fósiles fueron trasladados a Munich, concretamente al susodicho Deutsches Museum, pero el bombardeo aliado los destrozó, así como al resto del museo. De nada sirvieron las advertencias de Stromer para que salvaguardaran los fósiles ante el peligro. El propio científico perdería dos hijos en el conflicto, mientras que otro fue hecho preso, y luego liberado, por los soviéticos. Todos estos maravillosos fósiles fueron destruidos, y con ellos, el prestigio emergente de África como cuna de los mayores dinosaurios carnívoros conocidos.
Como si de Mickey Mouse se tratara, Tyrannosaurus Rex se convirtió en un producto mediático. El más pavoroso dinosaurio, el orgullo cretácico de USA. La desaparición de los dos grandes carnívoros (Carcharodontosaurus y Spinosaurus) con el bombardeo allanó el camino al saurio tirano rey. Hubo que esperar a tiempos recientes para que los nuevos hallazgos situaran a ambos saurios donde les corresponde, en un estrato superior a Rex. Si bien, todo sea dicho, los hallazgos hechos a principio de los noventa en Argentina, harían ver la luz a otro saurio carnívoro de gran tamaño: Giganotosaurus, también mayor que T-Rex.
Así pues... ¿No es curioso como las guerras condicionan la ciencia? ¿Cómo un bombardeo poco certero es capaz de cambiar toda la narrativa de la historia natural del planeta?