Hoy cumplirías 80 años yaya, y seguro que desde la inmortalidad bien sabes que estás siempre en mi recuerdo. Eres la religión que practico, la de tu ejemplo. Sé que vives en lo eterno. Tus actos clavaron picas en lo modélico, supiste crear escuela sin pretender, hacer sin aparentar, luchar sin esperar recompensa. Enviudaste a los dos años de casada, y seguiste siendo creyente. Tu Fe siempre me ha sorprendido, yaya, quizá debamos seguir el camino que trazaste también en ello: creer en el futuro, aunque ello requiera esfuerzos.
He de hacerte una confesión. Siempre que estoy solo, en momentos de meditación, tengo presente tu figura, pienso en qué sería lo que más feliz te haría, qué camino me animarías a seguir, cómo puedo ser digno nieto de una ejemplar abuela. Suprema entre mis deidades internas, eres la luz que me liga a mi más tierna infancia, aquella de la que algunos dicen que es imposible recordar, por más que deje en cada uno de nosotros, siempre una indeleble marca. Moriste cuando tenía cinco años, y aún sigues siendo mi modelo vital, mi bandera personal y pulmón de esperanza.
Mi hermana, mi tío, tus hermanos y mi padre rebosan de cosas buenas, y en buena parte proceden de ti, por herencia o semejanza. Eres un parámetro de lo virtuoso, y jamás dejarás de serlo mientras exista tu recuerdo, que a la vez estará siempre vivo mientras vivan mis pensamientos, en lo físico y también en lo venidero.
No he podido ponerte flores hoy en Anguita, tampoco dedicarte una biografía a tu altura, ni siquiera sé si habré hecho totalmente aquello que me hubieras recomendado hacer en estos años, pero bien sé, que sigues siendo mi lucero ante la oscuridad de lo venidero. Cumples 80 años, pero serán pocos en comparación con los que vivas, valga la redundancia, en lo eterno.