Nos ha dejado Justina de Nicolás Rata, mi tía. Nacida el 26 de septiembre de 1928, en Anguita (Guadalajara). Mayor de entre cuatro hermanos. En esta, y en sus infinitas reencarnaciones, pastora.
Recuerdo el día en que me fuiste a buscar a la escuela y yo me fui corriendo por el otro lado del Juan XXIII, esquivándote en cuanto te vi. Mi abuela, ya muy enferma, me echó una buena bronca, pero un crío de cinco años algo se enteraba de cómo estaba su yaya, y me impresionaba verte siempre de negro. Cuidaste de ella cuando enfermó, lo mismo que a tu marido, a tu cuñado (mi abuelo) y a tus padres. Con total cariño, con sincero empeño.
Siempre has sido mi consuelo, mi regazo, el pilar en el que apoyarme y con solo una mirada me has dado un cariño que ninguna ley física puede encontrar explicable.
Un día me dijiste: “con lo que sabes y mis costumbres, nadie te llamará tonto”. Seguro que en mi afición por el Imperio Bizantino tiene algo que ver Justiniano. Recuerdo ponerle de pequeño a una tortuga tu nombre, y cómo he disfrutado siempre con tus paellas, tus natillas, el solomillo en aceite o tus escabeches. Aunque lo esencial siempre fue nuestra recíproca y familiar compañía, fuera en Anguita, en Bellvitge, en Llavaneras o en estos mágicos años en Vilassar, donde cada dura jornada de estudio siempre empezaba con un beso, unos ánimos y una siempre sincera sonrisa.
Leíste a Esopo, a Marco Aurelio, a la Eyre o a Revilla. Lo leías todo. Siempre te leías los “promotores” e incluso, con más de ochenta años, leíste más de cincuenta obras en nuestro ebook. “El Quijote” te lo terminaste pronto, con crítica incluida.
Me decías oraciones de hasta un cuarto de hora, y tu memoria siempre era motivo de alabanza. Son tantas las anécdotas y tan pocas las fuerzas que le quedan a uno tras tu pérdida... No me siento más preparado con treinta y cinco que con cinco, porque separarme, en lo físico, de ti nunca puede ser llevadero.
Bromeabas mucho con tu muerte, pero jamás pensábamos que llegaría de esta manera. No puedo decir que no te disfrutara, que no me riera contigo o que jamás me negaras nada. Fuimos una unidad de felicidad. Un sueño de familia.
Por más que aquel día me escapara, mi corazón siempre te pertenecerá. Me uní a ti como jamás lo haya hecho nadie a su “tía abuela”. De hecho, me suena mal incluso utilizar ese término, porque, cogiendo unas palabras prestadas de un amigo, eres mi “mama grande”.