sábado, 26 de junio de 2010

Mi conflicto con la bandera...

y en "Periódico Liberal":
Siempre he sido especialmente obsesivo con las comparaciones. No es que haya participado jamás en las cutres competiciones fálicas de gimnasia, allá por los tiempos de Educación Primaria (todo sea dicho de paso, por no tener mal gusto y haber madurado con cierta ventaja), pero sí que es cierto que cualquier novedad en Barcelona inmediatamente la comparaba con su equivalente en Madrid, cuasi como reflejo condicionado, o que siempre me preguntaba qué dinosaurio era el mayor o qué rascacielos era el más alto. El tamaño “sí importaba”, y todo mi mundo, en no poca medida, giraba en torno a las comparaciones. Tal vez esté dotando de demasiada singularidad a algo tan evidente. El hombre se relaciona irremediablemente con su entorno, y lo normal es que se compare con él, o lo haga entre lo que va observando, imaginando, leyendo o escribiendo.
En relación con ello, los postulados del estructuralismo tienen algo de interés. Las oposiciones “neutras”, las oposiciones “privativas”... son términos, enseñanzas del “Maestro romanista”, que siempre me vendrán a la cabeza. “F.C. Barcelona – Real Madrid”, “Beatles – The Rolling Stones”, “Prince – Mickael Jackson”... las oposiciones son interminables, lo mismo, por definición, que las comparaciones. Algunos pretenden ver algo semejante a un “Inglaterra – Escocia” en un “España – Cataluña”, sólo que saltándose la lógica y asimilando dos “todos separados” a un “todo” y una de sus partes.
Quizá por mi manía de compararlo todo, hoy he salido, algo preocupado, cuando me dirigía al bar, a ver el España – Chile con unos amigos. Llevaba mi bandera de España en el bolsillo, y no me la había puesto sobre mi espalda, por el mero motivo de no querer ser objeto de “furias invisibles”. Me preguntaba si, dentro de mi particular cruzada contra todos los nacionalismos, no estaba yo cayendo en el “nacionalismo español”. Una bandera... pero dejando a un lado la lengua única, los sentimientos únicos, los bailes singulares y los himnos cutres, instigadores de la violencia. Me intentaba autoconvencer: “Javi, tú no eres nacionalista”. Viendo el partido uno se exalta. Parecería que en los chicos de Del Bosque viera las tropas perdidas en Flandes de nuevo conquistando el Mundo. Cierto es que la bandera de España salió del bolsillo, y volvió puesta a mis espaldas cuando tomé el camino a casa; aún con éstas, seguía preocupado por ser nacionalista.
Pasé por las calles y algunos se giraron sonriendo, con cierta complicidad, ¿quizá estaba descubriendo el por qué no soy nacionalista? Llego a casa y reflexiono. He sido capaz de ir con el mismo equipo que iban todos los del bar y buena parte de las personas que me he ido topando por la calle. Polémica ninguna, sólo identificación con unos chicos que me son más familiares que el resto, por gustos, edad y procedencia. No he podido ver el partido en una pantalla gigante, como sí lo habrán podido hacer los de Madrid, Zaragoza o Sevilla, pero me lo he pasado en grande siguiendo a “La Roja”.
No soy nacionalista, pero debo reconocer que el nacionalismo político tiene un principio activo que encuentra descripción en el resentimiento. Uno tiene más ganas de salir con una bandera, de cantar un himno (por lo demás, musicalmente malo), y más aún, cuando sabe que ello molesta a quienes pretenden poner “caspa” en “todos los cabellos”. Salgo de mi casa con la bandera en el bolsillo, y eso que la estelada lleva meses puesta en frente mío. ¿Soy nacionalista o víctima del resentimiento? ¿No es normal que, de gustarte el fútbol, tengas más complicidad con quienes comparten tantas cosas contigo, no precisamente el salario,
y, además, de conseguir la victoria, harán más famoso tu Estado, y quizá con ello se provoque alguna externalidad positiva en nuestra malograda economía?
En este puente de San Juan son las fiestas locales de Vilassar de Mar. Dado el leviatánico apetito de la Crisis es normal que se reduzcan gastos, pero no que se centren en conciertos de músicos subvencionados y fiestas “populares” donde falta la libertad y se fomenta el fanatismo, cada vez más religioso. Me pregunto, y ciertamente tengo ahora un conflicto interno con ello, si no debiera pasarme por el Ayuntamiento y pedirle al Alcalde que me pague las cervezas y el bocadillo tomado mientras veía a “la Roja”, después de todo, me he comportado con mayor civismo, y, a mi modo, he participado de algo “identitario”, sólo que en lo privado, sin recibir un duro.
La identidad es parecerse a uno, no quererlo hacer igual a unos ideales ficticios. El nacionalismo nubla la mente, sólo que, como en otras tantas cosas, las nubes no son fáciles de movilizar, y la libertad, pese a todo, acaba saliendo de dentro de ti, diciéndote: “si te gusta ver a aquellos que se parecen a ti no eres nacionalista, eres humano”. ¿Algún día dejarán de poner opio en las banderas? Tal vez el verdadero déficit fiscal sea el existente entre los poderes nacionalistas y los ciudadanos “libres”, con ideologías privadas, y por definición, diversas.
Segunda imagen: sujeta a This file is licensed under the Creative Commons Attribution-Share Alike 3.0 Unported license.

domingo, 20 de junio de 2010

Matriarcado vs. patriarcado.

“Está bien, lo admito, siguiendo mis consejos, el hombre oprimido acabó con la fase multimilenaria del dominio femenino sin historia, al empezar a enfrentarse con las fuerzas de la Naturaleza, sentar los principios del orden, sustituir el caótico -por incestuoso- matriarcado por la disciplina responsable del derecho patriarcal, dar vigencia a la razón apolínea, pensar utópicamente y hacer Historia en la práctica”.
Günter Grass, “El rodaballo”.
Günter Grass es, bajo mi punto de vista, no sólo uno de los escritores más mediáticos de este pasado siglo XX, y principios del XXI, sino que, también, es uno, quizá el más, original de todos ellos. Más allá de “Pelando la cebolla” o el “Tambor de hojalata”, quisiera destacar “El rodaballo”, una obra ciertamente curiosa. Con suma originalidad, Grass hace una síntesis de historia humana narrando el paso del matriarcado al patriarcado, haciendo especial hincapié en la “guerra de sexos”, tan en boga en nuestros días. La conocida fábula de “El pescador y su mujer”, de los hermanos Grimm, es transmutada en una novela de lo más sugerente, donde el papel de pez lo encarna un rodaballo, simple y llanamente, pero, eso sí, con una inteligencia y capacidad de expresión proverbiales. Esta obra, como toda “obra cumbre” (predestinada a ser un “clásico”, como el propio autor), me ha hecho reflexionar a cerca de varias ideas... Particularmente sobre el éxito del “patriarcado” sobre el “matriarcado”, tema clave en antropología, historia y humanidades en general. Estoy seguro de que no serán pocos los que asocien el término “Prehistoria” con la célebre estatuilla conocida como Venus de Willendorf (conservada en el Museo de Historia Natural de Viena). Obviamente, los estándares de belleza en esta figura son muy distantes de los actuales (y no tanto de los patrones de la Edad Moderna, véase, por ejemplo, el célebre cuadro de Rubens: “Las tres gracias”). En el arte prehistórico predomina el “culto” hacia las espaciosas ingles, y generosos senos, aptos para perfeccionar el proceso de la reproducción. En la mujer se refleja el culto a la “Diosa Madre”, a la fertilidad y la renovación. Afirma Grass en “El rodaballo”, basándose en los estudios clásicos de antropología, que con el fin del matriarcado comenzó la “civilización”. ¿Qué hay de cierto en ello?
No es ningún secreto que el camino que nos separa de la Prehistoria ha sido controlado por el “patriarcado”, o lo que es lo mismo, el dominio del hombre sobre la mujer. Es muy discutible que ello siempre haya significado la represión de lo femenino (me niego a afirmar la mezquindad de la vida de nuestras abuelas y demás “antepasadas”), pero es bien cierto, y de ello no hay duda, que hubo un momento en que las representaciones semejantes a la Venus de Willendorf dejaron de aparecer, curiosamente, coincidiendo con la aparición, en pocos lugares, de determinados “cultos fálicos”.
Se afirma que el paso del matriarcado al patriarcado tuvo un punto de inflexión clave cuando el hombre descubrió que era él, con el semen, quien fecundaba a la mujer, siendo, por ende, padre de la criatura. Un hecho tan bien sabido por cualquier mortal actual, fue todo un descubrimiento (quizá mayor que el del fuego) en los tiempos prehistóricos. Que el hombre pudiera situarse como factor indispensable en lo que a la reproducción se refiere, hizo que comenzara a tomar consciencia de la necesidad de asegurar su paternidad. El culto a la fecundidad femenina se dejó un lado, comenzando la civilización.
El progreso de la cultura no ha sido nunca sencillo. Desde los hititas con el uso del hierro, hasta los EEUU con la invención de la bomba atómica, el progreso humano ha estado intrínsecamente correlacionado con la industria de la guerra. El establecimiento del patriarcado, coinciden los estudiosos, significó la aparición del orden social, las normas jurídicas, la propiedad privada, el Estado, e igualmente, la esclavitud. De una cosmovisión “púbica” se pasó a una cosmovisión donde siempre debía gobernar el más fuerte.
Dicho esto, no es del todo cierto que el patriarcado abandonara desde un primer momento el culto a los dioses de la fertilidad. Si bien es cierto que los mecanismo de control, por ende coercitivos, se expandieron, también lo es que los pueblos agricultores siguieron honrando a las deidades de la tierra, no sólo como causantes de la procreación humana, sino, ante todo, como dadoras de fertilidad para el campo. Al igual que la agricultura en sí, las creencias en diosas de la fertilidad se impusieron, muy especialmente, en el ámbito mediterráneo, así como en el Creciente Fértil.
A diferencia de los pueblos agricultores, en las estepas euroasiáticas imperaba el culto a los dioses de la guerra. Los pueblos pastoriles debían sobrevivir en entornos mucho más hostiles, sufriendo el nomadismo y la escasez de pastos. En estas culturas el culto hacia la fertilidad no existía propiamente, realzándose la figura de los dioses guerreros, así como de las deidades responsables de las catástrofes naturales y las enfermedades. La “fuerza” era vista como el poder máximo terreno, frente a la “fertilidad”, que era el valor clave entre los ganaderos.
Sin ignorar el sumo simplicísmo de lo hasta aquí explicado, los estudiosos coinciden en identificar, en no poca medida, a estos pueblos ganaderos con los indoeuropeos. Las migraciones de estos pueblos provocaron una revolución en toda regla, fundándose nuevas civilizaciones, de mentalidad guerrera, donde antes reinaba la “relativa” paz de los pueblos pastoriles. Efectivamente, dentro del campo semántico “indoeuropeo”, destacarían civilizaciones como la de los hititas, los celtas... o los propios romanos.
Muy sintéticamente, pues, puede afirmarse que la evolución de la cultura en tiempos históricos se ha caracterizado por el paso del matriarcado al patriarcado, el cambio del culto a la fertilidad por el “culto a la guerra”. Dicho esto, no hace falta decir que el elemento “matriarcal” no ha sido del todo eliminado, y se halla mucho más presente en nuestra cultura de lo que nos imaginamos. Cultos como el de los egipcios hacia Osiris, o el propio culto cristiano hacia la resurrección del Hijo de Dios, no dejan de estar relacionados con “lo cíclico”, con el ciclo de la vida y el culto a la fertilidad. ¿Orígenes “matriarcales” del Cristianismo? La historia es una caja de sorpresas, de Pandora en no pocas ocasiones, que siempre sorprende al ser abierta... ¿Es meridianamente cierto lo hasta aquí expuesto? o ¿quiénes fueron los indoeuropeos?... son cuestiones que quizá jamás seamos capaces de ratificar, pero los indicios son evidentes.
Tercera imagen: Yazilikaya, hethitisches Heiligtum bei Hattusa, Türkei, Kammer B Prozession der 12 Unterweltsgötter de Klaus-Peter Simon, GNU Free Documentation License, Version 1.2

lunes, 14 de junio de 2010

Caravaggio, el genio sin casilla.

Hoy en día existen dos temas incómodos por antonomasia: el sionismo y la homosexualidad. ¿Qué decir si tratamos la prohibición de desfilar en el Día del Orgullo Gay, en Madrid, a la delegación de Israel? No por pudor político, ni miedo a expresarme, dejo este tema a un lado, pues es la punta de un iceberg inabarcable en este sólo artículo. Me atreveré, muy por encima en esta ocasión, del segundo de los temas “tabú”: la homosexualidad. En ciertas zonas de la calle Urgell, y circundantes, de Barcelona, así como en el conocido barrio de Chueca de Madrid se está dando una contingencia, cuanto menos digna de análisis. Son los “barrios gay” de las dos grandes ciudades de España, centros turísticos para los miembros de la comunidad homosexual, donde habitan muchos de ellos, a la vez que se ofrece una variada oferta de ocio relacionada con el “ambiente”. La ambigüedad y oscurantismo que encierra todo lo referente a la homosexualidad es uno de los objetos para el estudio sociológico más sugerentes en la actualidad.
Entrando de lleno en el terreno de lo fangoso, donde uno corre el peligro de no saber expresarse bien, diré que los “barrios gay” me recuerdan, aunque sólo sea levemente, a los célebres guetos judíos. Lugares en los que abunda una comunidad, de alguna forma “diferente”, e incluso “controvertida”, respecto a los miembros estándar de la sociedad. Sinceramente, a veces me da la sensación de que la “fundación” de barrios mayoritariamente homosexuales no hace más que acentuar lo “particular-especial”, en algo que debe ser “natural”: la libertad de orientación sexual. Algo así sucede con los desfiles del día del Orgullo Gay, desde todo punto de vista, a mi ver, un grito hacia la diferencia, hacia la “especialidad” dentro de una sociedad en la que, para algunos, tiene sentido “desfilar”, mostrarse con total sobreiluminación, y en no pocas ocasiones, caricaturización de lo que debiera ser legítimo y natural. Y es que desde una óptica “estándar”, heterosexual (me resisto a decir “normal”, por sus connotaciones peyorativas), me produce cierto rechazo algunos de los estereotipos que acompañan a “lo homosexual”. Pongamos un ejemplo claro.
Una de mis mayores aficiones es el arte, la pintura para ser más exactos. Dentro de los diferentes estilos, movimientos pictóricos, me ha llamado siempre la atención el Barroco, muy especialmente las obras de los pintores flamencos, y cómo no, de los genios patrios: Velázquez, Ribera o Zurbarán. Dentro de mis pintores favoritos destaca Caravaggio, el genial pintor italiano, creador del “tenebrismo”, así como de algunas de las pinturas más realistas de cuantas se puedan contemplar en museo alguno. Muy especialmente me gusta su cuadro: “El amor victorioso”, por la sutileza de la representación del joven Cupido.
Me chocó mucho leer en un libro sobre las pinturas más influyentes de la Historia, promovido por la Fundación BBVA, que el brazo derecho del ángel (ver primera imagen) había hecho correr “ríos de tinta”. Obviamente, y no sólo por joven maldad, pensé que se refería a una eventual condición sexual del pintor, a la vez que del modelo que sirvió para el retrato. No es que me sorprenda o preocupe su eventual condición sexual, es algo accesorio, pero sí que me sorprendió que, una vez más, a un gran genio del arte se le incluya en el amplio campo de la homosexualidad, junto a Da Vinci, Michelangelo o Shakespeare. ¿Acaso la “heterosexualidad” es contraria al sentimiento, es contradictoria con la sensibilidad hacia el arte? Me resisto a creer que una eventual condición homosexual fuera uno de los factores clave para el genio de Caravaggio. Hoy en día, perdonen la expresión, la homosexualidad parece predisponer hacia el arte, ¿no es sólo un tópico más?
Caravaggio fue ante todo alguien singular. Frecuentó los peores barrios de Roma, acompañado siempre de bohemios amigos, en ocasiones violentos, y de prostitutas. Michelangelo Merisi, nombre oficial del pintor, era capaz de extraer una idea de la realidad y hacerla aparecer en lo utópico de un cuadro de temática religiosa. Así, Caravaggio fue capaz de poner la cara de una prostituta, muerta en injustas circunstancias, a la Virgen María, según afirman autorizados críticos en relación con el cuadro: “La muerte de la Virgen” (a la derecha), conservado en el museo del Louvre (cuadro que fue rechazado por la Iglesia, quien lo encargara, y que fascinó a Rubens, otro de los grandes genios de la pintura universal).
Según recoge Helen Langdon, quizá la más autorizada biógrafa del genio barroco, el tópico de la homosexualidad de Caravaggio fue iniciado por el viajero inglés Richard Symonds (quien visitara el Palazzo Giustiniani allá por los años 1649-1650), al que tilda de “turista inglés, convencido de que la sodomía era una de las prácticas predilectas de los italianos”. El chico que le sirve de modelo difícilmente puede identificarse con Cecco del Caravaggio (su discípulo predilecto), sigue la autora, por evidentes razones de edad.
Sea por lo que sea, la sexualidad de Caravaggio es un misterio, como buena parte de toda su vida privada, sin embargo, ¿podemos decir que sólo por su arte debió serlo? ¿Orientación sexual y habilidad artística tienen alguna relación, acaso la tienen con la sensibilidad? Por mi parte creo que no, sería cuestión, de una vez por todas, de fomentar la cultura y a sus creadores, no centrarnos en políticas bobas sobre orientación sexual, cuando lo que debe caracterizar a la misma es, precisamente, su "naturalidad".

viernes, 4 de junio de 2010

Madrid

Precisamente tuvo que ser un pequeño carnerillo, una obra cumbre del Maestro Zurbarán aquello que hiriera más mis sentimientos artísticos. La posición del animal, la profundidad de su pelaje, su lana (no blanca en hipérbole, sino un tanto sucia dándole realidad a la imagen)... son muchos los factores que hacen que el “Agnus Dei” sea uno de mis cuadros favoritos. Este cuadro encarna muchos valores, muchos designios para una moral excelsa, por definición no plenamente alcanzable. Sencillez, pureza existencial, veracidad, empirismo y falta de ambigüedades. El animal no es ni arcaico ni contemporáneo, simplemente puro, siendo tal y como lo seguirá siendo hasta el fin de los de su especie. Este cuadro de Zurbarán es toda una excusa para la reflexión. Me confirma que el arte, muchas veces llamado “contemporáneo”, no deja de ser una moda pasajera, sólo apta, en la mayoría de los casos, para “iniciados”. Las novelas de Dostoiewski o Cervantes jamás serán best-sellers o viejos libros aptos para el análisis arqueológico, son joyas perdurables en el tiempo, al igual que “Agnus Dei”, o “Las Meninas”. Poder admirar la sencillez y la verdad, en tiempos de tanta hipocresía, es todo un gustazo, un dador de sabor, de lo más sugerente. Mi reciente viaje a Madrid me ha dado muchos motivos para llegar a este postulado.
Cierto será que la “verdad objetiva”, la “última”, no existe. No soy especialmente místico al respecto, pero temo, y menosprecio, todo aquello que tiene que ver con la mentira intencionada. El campo semántico de “lo falso” es una caja de herramientas para la conducta social. A veces es motivo para la broma o la filosofía, pero, en demasiadas ocasiones, todo ello queda en la búsqueda del provecho propio. ¿Existe alguna justificación para los actos familiares de compromiso? ¿Hay verdaderos motivos para querer a una persona por parentela y no “por méritos”? No se me ocurren mejores anfitriones. Sencillos cual el “Agnus”, mis primos me han ayudado a reflexionar con Zurbarán y la urbe que custodia sus mayores tesoros, ¡qué bonito es querer, y ser querido, no aparentar, y ser natural en el cariño! No por falta de ganas, sino por privacidad y compromiso con las cosas poco recargadas, diré que de Madrid volví más entero, con más puros sentimientos, y mejores gustos. Cargado de cariño dado, y de leyendas rotas.
Madrid no es menos castizo que el cordero. La arquitectura de sus céntricas plazas, calles y carreras forman un conglomerado urbano que aglutina lo tradicional con lo sencillo, todo ello sin dejar a un lado el orden y lo geométrico. Madrid es una ciudad cosmopolita, de capital del “nacional-catetismo” ha pasado a ser una de las grandes urbes europeas, en no pocos sentidos equiparable, o superior, a las más famosas de ellas. Para un barcelonés convencido, y de nacimiento, no eran pocos los reparos que uno tenía respecto a la gran urbe mesetaria, lo deportivo, precisamente, no ayuda para lo contrario.
Madrid está inmersa en un proceso de modernización, que ya empezara en pasados siglos, que la están haciendo cada vez más irreconocible. El hecho de ser el centro geográfico, además de su capitalidad, le han dado privilegios por encima de otras grandes urbes, muchas veces sin justificación, y sí, con mucha injusticia. Los tiempos han cambiado y Madrid no recoge, sino que da. La villa no es un ejemplo del centralismo franco-borbónico, sino, cada vez más, el cerebro de un país cada vez más dinámico (con permiso de la actual Crisis). Si bien es inferior a Barcelona y Sevilla en monumentos históricos, Madrid ostenta algunos tesoros sin parangón en el resto del Globo; el “Agnus Dei” es un bello ejemplo.
Es precisamente en Madrid donde quedan los rastros del más menospreciado imperio. Las obras de Rubens, Velázquez o Zurbarán parecen ser obviadas en un ambiente en donde se insiste en enaltecer lo popular: el fútbol chovinista de dirigentes megalomanos y sus medios de comunicación, santo y seña del “catetismo” ya en peligro de extinción. Madrid es algo más que un equipo de fútbol, algo más que una lengua o una nación. Madrid es una ciudad sencilla, con grandes avenidas y mejores museos e infraestructuras. Es una imagen de lo sencillamente bueno, de lo inútiles que son los problemas en mal día buscados. Madrid parece haber abandonado su triste cárcel del reciente Pasado, ya no reside en ella lo represivo, sino que luce en sus entrañas lo dinámico, lo moderno. Ciudad sin conservantes, mágicas obras sin adornos artificiales, civismo en la calle, y familiares sin conveniencias ni formalismos sanguíneos. Madrid me ha dado varias lecciones. Eso es lo bueno de viajar, y jamás pensé que un tal destino podía estar “tan al lado”.