domingo, 1 de febrero de 2009

El mercader de remedios

Temeroso, tenso y preocupado, Zalakin se atrevió a ir a la gran ciudad de Patatasburgo. Era ciertamente contradictorio, que su humilde, y acaso un tanto bucólico, pantano fuere tan diferente de la gran ciudad. Rascacielos arañados al tubérculo, muros orgánicos que parecieran no tener fin, Patatasburgo era un lugar tan enigmático como la diversidad de figuras que medraban por sus calles. Encantadores de hidras, querubines apatrullando o demonios catadores de azufre podían verse en las vías de la ciudad, a la sombra de las gigantescas patatas que antaño dieran tanta prosperidad a la urbe.
Zalakin iba en busca de un remedio para sus preocupaciones, una panacea para sus maniáticas angustias. Como en toda ciudad, el burgo tenía avenidas grandes y callejuelas estrechas; moradas para burdeles y solares para grandes corporaciones. Circuló por mil quinientos de estos callejones hasta dar con una bonita hacienda, un tanto deteriorada por el paso del tiempo. Las dimensiones no eran excesivas, pero como buen comerciante, el dueño de ella tenía buena montadura con la que poder aparentar la prosperidad que se le presupone a todo mercader de fiar.
El estegosaurio que utilizaba por corcel se ruborizó cuando vio acercarse al habitante del mangle. Zalakin, quien ya había dejado a su montura a buen recaudo, picó a la puerta con disimulada ansiedad. Un barbudo globin, que jugaba a ser pariente de los de Liliput, apareció sin haberle dado tiempo, si quiera, de haberse podido sacar los anteojos que le ayudaban en sus concienzudos estudios de astrología, botánica o termodinámica.
Ambos entraron en el lugar, dueño y huésped. Por las paredes reposaban multitud de botes con extraños elixires, toscos manuales de magia y algún que otro instrumento para el arte de la astronomía. Membrillo, pues así se llamaba el geniecillo, se sentó en su cómodo sillón esperando conocer las intenciones de su preciado cliente. Zalakin le habló de la soledad de su pantano, de cómo era incapaz de cerciorarse de que jamás sería presa de una enfermedad desconocida. Tenía miedo. Si algún día caía enfermo, solo los sapos del estanque vecino lo extrañarían, y por otra parte, mudarse a la ciudad, no sólo no se lo recomendaba su orgullo, sino que también se lo prohibía su esencia vital.
Membrillo habló de varios productos preventivos. Dulces de murciélago contra la anemia, troncos de madreselva tranquilizantes o sesos de ornitorrinco para el reuma fueron algunos de los potajes y demás substancias que, el antaño nigromante, supo encontrar dentro de su mágica despensa. Zalakin deseaba “algo” diferente. Un ingrediente que le asegurara poder discurrir por cualquier camino sin tenerse que preocupar, superar enfermedades sin enfermar y ser capaz, a la vez, de soñar sin estar condenado a las nieblas de la locura.
Membrillo le habló de pócimas de la inmortalidad, por otros investigadores prometidas, sin embargo, dejó claro que él de éstas no tenía. Sin embargo, antes de que Zalakin tuviera tiempo a reaccionar, el sabio le habló maravillosamente de unas semillas de mandrágora capaces de combatir los delirios. Zalakin se interesó por eso. Los mangles eran especialmente propensos a la melancolía, y el delirio era el último mal que deseaba si quería poder continuar viviendo dentro de su utopía. Membrillo se ilusionó con este interés tan provocado. Negoció el precio para sus adentros y traicionó a su condición de sabio, vendiendo placebo.
Zalakin pago lo convenido. Reflexionó, corta y superficialmente, sobre cómo era posible que existieran medicinas para gentes con dinero, mientras otros morían fríos y enfermos. Pensó en por qué los manas eran productos para el comercio, siendo gente, nominalmente sabia, quien se lucraba con ello. Nuestro protagonista no se flageló más, cogió el recipiente y se marchó por las callejuelas de Patatasburgo con ansia de que todo lo maniático le hubiere abandonado. Nunca más tendría melancolía, menos mal que era rico y afortunado, y que el empobrecido mercador, cosa que él no sabía, se había lucrado de su ignorancia, haciéndose pasar por un generoso mercader de la sanidad, hoy en día, “pública”.
Imágenes:
1) Martin Cilenšek, Slika 85. Podzemljica [sic!]. (Solánum tuberósum.)
2) Gnome Warlock Shop -final- by *OrcOYoyo (todos los derechos reservados).

3 comentarios:

Striper dijo...

Me hascdistraido heb instruido un ratito en esta mañana de domingo lluviosa,por cierto los sesos de ornitorrinco, son muy utiles para muchas afecciones.

Dinorider d'Andoandor dijo...

Estos mercaderes .... en algunos sitios aún existen

Chico Troodon dijo...

Sí Dinorider, existen esos mercaderes hoy en día... se llaman homeópatas XDDD

Y el post de Fujur parece haberlos descrito, o no sé, será que deseo ver una sátira de sus ridiculeces seudocientíficas, tecleen en google "homeopatía" verán como las alabanzas superan en número las críticas. :S

Jajaja un Stegosaurus en Patatasburgo.... hasta era tímido, ¿lo rentarán?