domingo, 12 de agosto de 2007

Cicerón y lo relativo del éxito, en exclusiva, del individuo

No era un hombre especialmente bello, sus andares no denotaban más seguridad que la de sus convicciones, su estirpe, despatriciada, no tenía mayor prestigio que la del común del populus, sin embargo, triunfó en la Vida, o lo que es más meritorio, sería grande en el Recuerdo. Cicerón no era el más devoto de todos los siervos de la correcta humildad, tampoco era un playboy (como pudieran haberlo sido Sila o Julio César), o un dandy, y a juzgar por los testimonios: no era alguien especialmente generoso ni dado a desinteresados favores. Cicerón es uno de los mayores genios de la Historia, y valga decirlo, de mi profesión jurídica. No obstante, la pluma de Stefan Zweig me hace constatar cuánta razón tiene el célebre escritor al afirmar que los mayores éxitos de Cicerón llegarían en la esfera privada y no en la publicidad, y gloria, de sus discursos en el Senado.

Pater patriae era, para él, su nuevo apellido. Su gran actuación ante la conjura de Catilina le valió el respeto tanto de la elite patricia como del común del populus romano: gentes cada vez más devotas al pan y al circo (panem et circenses) que a la retórica y la defensa de sus libertades. Más que por sus grandes conocimientos, sus excelentes dotes para la retórica y sus inmejorables alianzas por conveniencia, Cicerón destacaría por ser un gran conductor de tiempos, una de las celebridades que mejor supo estar en el sitio adecuado cuando le convino a su cuerpo y prestigio, ya fuera expresa o involuntariamente.

El auge de la dictadura de César no dejo de ser una “bendición encubierta”, no tanto para el orador como para todos aquellos que intentamos ver en sus escritos algún atisbo de aquello que es inherente a lo excelsamente perfeccionado en lo jurídico. Zweig es fulminante al respecto, el retiro a su villa campestre, junto con los mimos de su hija y de su jovial matrimonio con una joven, menor que su heredera, le dieron la oportunidad de escribir las célebres obras que tanto nos sirven de ejemplo.

La Historia de la Ciencia de Gribbin defiende lo mismo al respecto. En una Introducción, que bien recuerdo por lo acertadísima que la encontré en su momento, afirmaba que el mérito de Galileo, Descartes o Flemming no debía buscarse tanto en prodigiosos encéfalos sino al hecho de haber participado de un tiempo preciso en el que la pócima ya estaba empezando a cristalizar por los hechos de quienes los precedieron. El mérito individual cada vez cuesta más de disociar del colectivo. Dónde se hallan las fronteras del éxito del individuo y dónde las de los “ingredientes” sapienciales de quienes les precedieron es un misterio.

¿Debe Cicerón a César y su victoria su celebridad posterior? ¿Galileo tiene cuentas pendientes con Arquímedes o Tales? ¿Existe un derecho individual exclusivo sobre la obra propia que excluya los méritos de quienes te procedieron?

La respuesta, no sin cierto condicionamiento personal, la encuentro en el Derecho y en el porqué los derechos de autor tienen un límite temporal a la muerte del creador (tal y como establece el artículo 26 de la Ley de Propiedad Intelectual: "Los derechos de explotación de la obra durarán toda la vida del autor y setenta años después de su muerte o declaración de fallecimiento". . Las esferas del hombre y de la sociedad rara vez dejan de interrelacionarse. El arrastre cognitivo de nuestra especie no deja de ser tan determinante como nuestro cerebro, nuestros genes y nuestra propia educación como individuos y de quienes nos la proporcionaron. ¿Dónde se halla el mérito propio y dónde el colectivo es algo que se escapa de indubitada determinación objetiva alguna?

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