sábado, 25 de agosto de 2007

La historia de Zalakin o sobre el Amor frente al resto de nuestra existencia

Zalakin vivía en el Pantano de de las Melancolías. Su choza, cubierta de mangle y lianas de higuera, quedaba perfectamente mimetizada en la inmensidad de la jungla ecuatorial. Multitud de tristes árboles acariciaban su hogar con el mimo que solo las verdaderas madres saben dar a su protegida camada. Multitud de raíces se entrelazaban dando un punto y aparte en un universo plagado de ilusiones y plantas. Zalakin era un tipo solitario, un habitante, acaso ermitaño, de la inmensidad del pantano. Su única compañía era la de una pluma de cuervo y un pergamino, algo carcomido, hecho a base de pelaje de cabra. Su existencia era lo más rudimentaria posible, sus comidas asemejaban ser reptilianas, sus ayunos, eternos.

Zalakin no tenía oficio alguno más que el de escribir. Sus historias siempre creían sobrepasar las fronteras de Fantasía, su mente pretendía ser creadora en un ambiente que rozaba el clímax de las mil y una posibilidades. De todo había en aquel Pantano de la Melancolía: joyas de ámbar colgadas de las ramas, cartas deformes carcomidas por los carroñeros de la Memoria, corazones tristes que manaban de la higuera como aquí pudieran hacerlo los frutos, los alimentos, el común de las frutas.

Zalakin no era ni feliz ni triste, su sangre era fría como la del escinco, su mente despierta como un alcotán. Su edad era eterna, su imaginación imperecedera. Los límites no habían sido estudiados por sus arcaicos suministradores, el pergamino se extendía conforme la pluma dictaba.

Dentro de lo rutinario, aquel día tenía algo de señalado. Lejos de hablar de cosas banales y fantasías esotéricas Zalakin describía, cual verídico ensayo, los contornos de su hogar, de su mundo selvático. Las letras, doradas como nunca, hablaban de frutos silvestres, madroños interminables que endulzaban las papilas sin mayor remedio que la gula. Opíparas fiestas bañadas en la angustia de la existencia de un fin, aun siendo un mero punto y aparte. El separarse, momentáneamente, de lo que tanto le hace a uno disfrutar, todo ello sin mayor motivo que el imperio del Tiempo.


Jamás se había fijado en la luz de las flores que decoraban los troncos de cada mangle. Sus colores eran tan dispares como las unidades que les servían de soporte. Sus aromas parecían encarnar espirituales perfumerías teñidas de rosa, los sonidos de los árboles (que hasta aquel entonces sólo se le habían mostrado como ficticios roncares de aburridos seres) se convirtieron en la declaración de presencia de multitud de aves del paraíso. Todo estaba cambiando de punto de vista en el Pantano y Zalakin no tenía lupa alguna.

Las nubes, jamás antes percatadas, chocaron en colosal estruendo, cayendo lluvias, no de agua, sino de pétalos de azucena, gardenias y flores de terciopelo. Cual grácil fantasía, el río no manaba chorros de barro sino de chocolate con nata, los musgos dejaban su vestidos verdáceos para asemejarse a peinados de doncellas, de princesas jamás antes contempladas.

Zalakin seguía escribiendo, la emoción del momento amagaba con hacer cambiar al solitario escritor de la noche. ¿Cómo antes no se había percatado de todo lo que enriquece su entorno? ¿Cómo antes no había descubierto la joya que coloreaba su vida, por naturaleza predestinada a la avaricia de poseer todo lo que rivaliza con el oro?

Zalakin suspira, que grata sensación placentera y nueva, jamás antes había comprendido el sentido de Pantano de la Melancolía. De repente, el peculiar individuo se hizo consciente de su persona y su tiempo. ¿Cuántas pruebas tuvo que pasar para poder alcanzar lo divino del trayecto? ¿Cómo no pudo ver, ni aún con anteojos, lo hermoso del tinte que impregna todo lo que escribe su intelecto?

Zalakin se duerme, jamás lo había hecho antes, la soledad de la noche le arropa y la lechuza le canta tiernas nanas que hablan de inmejorables futuros y carpedianos presentes. Zalakin se ha enamorado, una de las joyas, procedente de la más alta de todas las copas de la sobrepoblada selva, ha caído en sus manos, quién sabe si por Azar o por la gracia del Destino.

Zalakin no despierta, su existencia no deja de pertenecer al Mundo de las Ideas, su vida al Sueño. Lo exagerado de su mísera existencia contrasta con la felicidad de quien lo describe y de las sensaciones que él siente. El amor tiene esas cosas, todo se hace dorado y lo pretérito parecer haber sido triste, es como el libro de colorear cuando no ha sido aún pintado, los dibujos tal vez prometen, los contornos son empíricos y contrastables pero es el amor aquello que pinta toda textura, creando felicidad inusitada, donde antes hubo vida cotidiana, configurándose en sensación imposiblemente equiparable a la de querer a mi chica. Escribir, humildemente, queriendo rivalizar con arte con aquello que irradia inspiración, bonita y sincera, cuales pétalos de gardenia de terciopelo, como vuelos de mariposa, como eso que siente por ti, preciosa...
Ilustración de Sara Forlenza

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