España tiene un gran problema por encima de la, totalmente injustificada, barbarie terrorista, la estructura territorial, el bajo nivel político o la crisis, común en toda Europa, de las diferentes instituciones: no sólo políticas sino también culturales, económicas y educativas. Bajo mi punto de vista, la educación es la gran lacra que nos resquebraja como sociedad. Los herederos de lo grecolatino, el Quatrocentto y la Ilustación apenas hemos sabido hacer florecer una civilización afortunada entre el exceso, y provecho, de la multiplicidad de medios que nos rodean. Dentro de una cansina disputa estatutaria hemos perdido el estatuto del profesor. Nadie sabe si su papel se reduce al de mero nuncio de la voluntad política del momento o, por contra, sigue siendo el adoctrinador, inexcusable, que debe cincelar la efigie de la nueva oleada de ciudadanos libres y conscientes con su cultura y medio.
La educación de los noventa y lo que llevamos del nuevo siglo se caracteriza por dos grandes calificativas: politización y reduccionismo. Lo político, no quisiera repetirme en la redundancia, no deja de ser el sustrato último que subyace en toda clase de historia (Companys por Julio César, O’Donell por Justiniano). El reduccionismo, por contra, hace referencia al estatuto del profesor, no solo en clase, sino también en la sociedad que le rodea.
Una de las primeras cosas que descubre el aprendiz a opositor es la figura del preparador. Lo más característico de la relación entre quien canta los temas y quien los escucha con atento juicio es el nexo de autoridad-envidia que une al aprendiz con el maestro. El cantor respeta y se esfuerza, queriendo llegar a ser, en algún momento de su futuro, el mismo título que ostenta quien se sienta enfrente de quien canta.
Esto no es demasiado corriente que pase en un alumno de ESO o de Primaria. El profesor es el último mono, uno de los pocos oficios en los que el personal no sueña, nadie querría serlo: aguantar en la selva, sin arma disciplinaria mayor que el desprestigio. La corriente que tiende a imponerse es la de una educación residual: sector con maestros que no han alcanzado la cátedra o la empresa privada. Ello es el mal cancerígeno que dilapida nuestros cimientos como civilización. ¿Nadie ve en ello culpa alguna, no tan remota, de cualquier crisis económica? Creo que el auge del sector educativo se reduce a una selección. Debe pasarse de una discusión sobre dónde encuadrar a cada alumno a una donde se discuta a qué común ciudadano debe encuadrarse como profesor.
Una revisión de las diferentes notas de corte en nuestras universidades nos da pistas. Muchos que no consiguen la nota para estudiar Medicina acogen con las manos abiertas cualquier otra ciencia, lo mismo que otros que no se atreven con el Derecho o la Administración-Dirección de Empresas acuden a Humanidades, Historia o Filologías, nunca mejor dicho, a falta de pan buenas son tortas. La especialización sapiencial de nuestro sistema se basa en la presunción de que el jurista sólo sabe de artículos y el humanista de cultura, el médico de enfermedades y el profesor de qué ¿de magistratura?
Debería darse una discusión a gran escala. Fortalecer el oficio del magisterio de tal forma que quien enseñara fuera ejemplo, sujeto de envidia y atención por quienes les escuchan. Ello pasaría por un incremento de salarios, de las diferentes notas de corte de las carreras que derivan en puestos docentes, así como una reducción de la plantilla de profesores (no indispensable) donde los alumnos tuvieran la figura del maestro, pudiendo pasar a ser, de una vez por todas, discípulos y no meros alumnos.
La educación agoniza entre el pasotismo de quien la regula. El ejemplo del profesor se ha perdido, pues carece de cobertura, no sólo en cuanto a su vigilancia, sino más bien en atención al acceso. La selección de lo más curtido de la sociedad debería ser indispensable para una eficaz educación, fomentar la enseñanza (a cualquier precio), no permitir que todo lo rentable se haga privada y empresa, sino que quede resquicio para poder vivir de la vocación enseñando, de la estima del que es admirado por quienes aprenden con su ejemplo.
La educación de los noventa y lo que llevamos del nuevo siglo se caracteriza por dos grandes calificativas: politización y reduccionismo. Lo político, no quisiera repetirme en la redundancia, no deja de ser el sustrato último que subyace en toda clase de historia (Companys por Julio César, O’Donell por Justiniano). El reduccionismo, por contra, hace referencia al estatuto del profesor, no solo en clase, sino también en la sociedad que le rodea.
Una de las primeras cosas que descubre el aprendiz a opositor es la figura del preparador. Lo más característico de la relación entre quien canta los temas y quien los escucha con atento juicio es el nexo de autoridad-envidia que une al aprendiz con el maestro. El cantor respeta y se esfuerza, queriendo llegar a ser, en algún momento de su futuro, el mismo título que ostenta quien se sienta enfrente de quien canta.
Esto no es demasiado corriente que pase en un alumno de ESO o de Primaria. El profesor es el último mono, uno de los pocos oficios en los que el personal no sueña, nadie querría serlo: aguantar en la selva, sin arma disciplinaria mayor que el desprestigio. La corriente que tiende a imponerse es la de una educación residual: sector con maestros que no han alcanzado la cátedra o la empresa privada. Ello es el mal cancerígeno que dilapida nuestros cimientos como civilización. ¿Nadie ve en ello culpa alguna, no tan remota, de cualquier crisis económica? Creo que el auge del sector educativo se reduce a una selección. Debe pasarse de una discusión sobre dónde encuadrar a cada alumno a una donde se discuta a qué común ciudadano debe encuadrarse como profesor.
Una revisión de las diferentes notas de corte en nuestras universidades nos da pistas. Muchos que no consiguen la nota para estudiar Medicina acogen con las manos abiertas cualquier otra ciencia, lo mismo que otros que no se atreven con el Derecho o la Administración-Dirección de Empresas acuden a Humanidades, Historia o Filologías, nunca mejor dicho, a falta de pan buenas son tortas. La especialización sapiencial de nuestro sistema se basa en la presunción de que el jurista sólo sabe de artículos y el humanista de cultura, el médico de enfermedades y el profesor de qué ¿de magistratura?
Debería darse una discusión a gran escala. Fortalecer el oficio del magisterio de tal forma que quien enseñara fuera ejemplo, sujeto de envidia y atención por quienes les escuchan. Ello pasaría por un incremento de salarios, de las diferentes notas de corte de las carreras que derivan en puestos docentes, así como una reducción de la plantilla de profesores (no indispensable) donde los alumnos tuvieran la figura del maestro, pudiendo pasar a ser, de una vez por todas, discípulos y no meros alumnos.
La educación agoniza entre el pasotismo de quien la regula. El ejemplo del profesor se ha perdido, pues carece de cobertura, no sólo en cuanto a su vigilancia, sino más bien en atención al acceso. La selección de lo más curtido de la sociedad debería ser indispensable para una eficaz educación, fomentar la enseñanza (a cualquier precio), no permitir que todo lo rentable se haga privada y empresa, sino que quede resquicio para poder vivir de la vocación enseñando, de la estima del que es admirado por quienes aprenden con su ejemplo.
Primer cuadro: “The Rubaiyat of Omar Khayyam” de Adelaide Hanscom and Blanche Cumming “Segundo cuadro: “El ratón de biblioteca” de Carl Spitzweg.
4 comentarios:
es duro, pero se recogen los frutos, muy a largo plazo pero se recogen, hay que enseñar para que puedan pensar por si solos, pero parece que no interesa.besitos
El respeto al maestro se debe de afianzar desde el principio en l@s niñ@s y después acompañarlo el resto de la sociedad.
Saludos.
creo que los profesores tampoco son lo que eran
Sobre la educación no escribo nada porque sería repetirme, ya sabes porque lo he comentado en algún otro artículo lo que pienso UN DESASTRE!!
Besos
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