El placer de recibir una inesperada llamada es algo incomparable. La gentileza de un sabio al consumir, en ti, destellos de su sapiencial lucero es inmisericordemente satisfactorio. ¡Cuán curioso es hablar de historia, filosofía o religión por teléfono, cuan común hacerlo de coches, fútbol o pornografía!
El apreciado acontecimiento da fruto al descubrimiento personal de un preciado testimonio de antaño. La nevera, esa construcción árabe capaz de competir con los electrodomésticos, hábil en la refrigeración, milagrosa en cuanto capaz de conservar el frío de las nieves hasta bien entrado el verano. Conocía la existencia de una de ellas en Medinaceli, lo desconocía para el caso de mi preciada Anguita. Algo que me enfurece las entrañas es el pensar cómo la construcción de una vía rural acabo con ella. La orilla del río sería argumento de un tecnológico western, sólo había sitio para uno de los dos y la nevera no tenía defensa alguna. Algo así fue lo acaecido con un puente romano camino del cercano pueblo de Rata, sucediendo también lo mismo con el, aún existente, puente del Prado. La paradoja está clara: ¿el viejo puente o la cosechadora, la nevera o la nueva vía rural?
Sin duda alguna estamos ante lo emotivo de la historia; esa maga seductora que nos invita a conocer los hechos y vidas de nuestros ancestros, esa rebelde del Caos, que ante el continuo cambio, atisba encontrar algún nexo entre lo pasado y lo nuestro. Me recuerdo de la Amazonía, los bosques de teca de Sumatra, la tala, en Brasil, del ecosistema del titi leonado: el anterior progreso del dichoso es envidia del que actualmente progresa. ¿Cómo negar a un país su soberanía sobre sus tierras si quiere cumplir con sus expectativas económicas, conseguir el incremento de sus rentas? ¿Cómo negarle a un pueblo la trivialidad de preciadas joyas arqueológicas si quiere llegar a parecerse, ni aun nominalmente, a las grandes urbes metropolitanas? La eterna balanza resurge en lo patrimonialmente histórico. Dónde están sus contornos es un misterio. Dónde está la solución para inhibir la envidia es un problema caótico.
Quizás sea ello uno de los argumentos de la solidaridad del rico frente al pobre. Que las potencias financien proyectos equivalentes a los que acaban con el titi leonado, que las grandes urbes de nuestro territorio paguen a las pequeñas localidades el coste de oportunidad de conservar puentes y neveras. Soy más que consciente. La vida en capital muchas veces tapa los problemas de lo ruralmente originario. Uno está acostumbrado al ADSL, al Blogger y al Amazon, no sabe comprender cómo es de dura una vida entre ovejas, sin mayor conexión que un teléfono, un MODEM anticuado, y con suerte, un ordenador viejo poco actualizado.
La vida rural es ninguneada por la urbana. Todo el mundo habla de Roma pero no del trigo de Mauritania o Sicilia que la mantenía. La gente es pródiga en criticar la gestión del patrimonio histórico por los pueblos, cuando por parte de los habitantes urbanos no contribuimos a su mantenimiento. ¿Cómo queremos solucionar el Tercer Mundo si ignoramos a nuestros vecinos del campo, fijándonos sólo en restos arqueológicos celtiberos, cartagineses o romanos? ¿Dónde están los restos de las ciudades ricas? Lo olvidaba, hace tiempo que los taparon nuestras avenidas, carreteras y autopistas…
El apreciado acontecimiento da fruto al descubrimiento personal de un preciado testimonio de antaño. La nevera, esa construcción árabe capaz de competir con los electrodomésticos, hábil en la refrigeración, milagrosa en cuanto capaz de conservar el frío de las nieves hasta bien entrado el verano. Conocía la existencia de una de ellas en Medinaceli, lo desconocía para el caso de mi preciada Anguita. Algo que me enfurece las entrañas es el pensar cómo la construcción de una vía rural acabo con ella. La orilla del río sería argumento de un tecnológico western, sólo había sitio para uno de los dos y la nevera no tenía defensa alguna. Algo así fue lo acaecido con un puente romano camino del cercano pueblo de Rata, sucediendo también lo mismo con el, aún existente, puente del Prado. La paradoja está clara: ¿el viejo puente o la cosechadora, la nevera o la nueva vía rural?
Sin duda alguna estamos ante lo emotivo de la historia; esa maga seductora que nos invita a conocer los hechos y vidas de nuestros ancestros, esa rebelde del Caos, que ante el continuo cambio, atisba encontrar algún nexo entre lo pasado y lo nuestro. Me recuerdo de la Amazonía, los bosques de teca de Sumatra, la tala, en Brasil, del ecosistema del titi leonado: el anterior progreso del dichoso es envidia del que actualmente progresa. ¿Cómo negar a un país su soberanía sobre sus tierras si quiere cumplir con sus expectativas económicas, conseguir el incremento de sus rentas? ¿Cómo negarle a un pueblo la trivialidad de preciadas joyas arqueológicas si quiere llegar a parecerse, ni aun nominalmente, a las grandes urbes metropolitanas? La eterna balanza resurge en lo patrimonialmente histórico. Dónde están sus contornos es un misterio. Dónde está la solución para inhibir la envidia es un problema caótico.
Quizás sea ello uno de los argumentos de la solidaridad del rico frente al pobre. Que las potencias financien proyectos equivalentes a los que acaban con el titi leonado, que las grandes urbes de nuestro territorio paguen a las pequeñas localidades el coste de oportunidad de conservar puentes y neveras. Soy más que consciente. La vida en capital muchas veces tapa los problemas de lo ruralmente originario. Uno está acostumbrado al ADSL, al Blogger y al Amazon, no sabe comprender cómo es de dura una vida entre ovejas, sin mayor conexión que un teléfono, un MODEM anticuado, y con suerte, un ordenador viejo poco actualizado.
La vida rural es ninguneada por la urbana. Todo el mundo habla de Roma pero no del trigo de Mauritania o Sicilia que la mantenía. La gente es pródiga en criticar la gestión del patrimonio histórico por los pueblos, cuando por parte de los habitantes urbanos no contribuimos a su mantenimiento. ¿Cómo queremos solucionar el Tercer Mundo si ignoramos a nuestros vecinos del campo, fijándonos sólo en restos arqueológicos celtiberos, cartagineses o romanos? ¿Dónde están los restos de las ciudades ricas? Lo olvidaba, hace tiempo que los taparon nuestras avenidas, carreteras y autopistas…
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