“Si cada uno de nosotros, Quirites, hubiese aprendido a mantener sus derechos y su dignidad de marido frente a la propia esposa, tendríamos menos problemas con las mujeres en su conjunto; ahora, nuestra libertad, vencida en casa por la insubordinación de la mujer, es machacada y pisoteada incluso aquí en el foro, y como no fuimos capaces de controlarlas individualmente, nos aterrorizan todas a la vez. Yo, la verdad, pensaba que era un fábula, una historia de ficción lo de que todo el sexo masculino había sido suprimido de raíz en cierta isla (se refiere a la de Lemmos) por una conspiración de las mujeres.”
Catón, En defensa de la ley Opia, Libro XXXIV de la Historia de Tito Livio
Uno de los prejuicios más arraigados entre nosotros, respecto a los seres que habitaron la Antigüedad Clásica, es aquél que afirma que griegos y romanos eran unos enamorados de las prácticas homosexuales. Cierto es que en Grecia llegó a no estar mal vista la pederastia, al igual que entre los pueblos celtas se dice, en tanto que alabanza de la juventud masculina y sus músculos. El hombre era el centro de todo el Cosmos grecolatino, sus cuerpos desnudos, con alta musculatura, sobrepasan las fronteras de lo real para alcanzar los contornos de lo puramente perfecto, esbelto, y un tanto metafísico. El Mundo Clásico adoleció de misoginia, el resultado de la sustracción de la costilla no se veía más que un complemento, una cara inversa al hombre inexcusable para la alcanzar la complementariedad macho-hembra y así la reproducción.
La mujer romana, sobretodo, es recordada como una fiera sin barreras, caminante entre las sombras del foro nocturno, guardiana de la Noche, custodia del hedonismo de cuarto creciente así como del éxtasis de Luna llena. La mujer que utiliza sus armas sexuales alcanza la fama de femme fatale en tanto que se especializa en alcanzar el poder entre una pirámide monopolizada por hombres. El machismo institucionalizado no sería nada más que un aguijón que ayudaría a la concepción de las grandes matronas romanas, seres, en no pocas ocasiones, capaces de dirigir todo un Imperio con mano férrea, sin eventual vacilación posible. Hablo de Aurelia (madre de César), Agripina la Mayor (madre de Calígula) y la Menor (hija de la anterior y madre de Nerón), de Gala Placidia o de la emperatriz Teodora.
Por poner ejemplo, Gala Placidia pocas veces pasa de ser, para muchos, el nombre de una conocida ubicación del centro de la Ciudad Condal. Muchos ignoran que se tratara, con casi total seguridad, de la catalana más importante de la Historia y protagonista de una de las mayores historias de amor que han conocido estas tierras. La noble romana, madre del emperador Valentiniano III (contemporáneo del huno Atila), se enamoró del caudillo godo Ataúlfo. Juntos vivieron un breve idilio bajo las murallas de la esplendorosa Barcino, si bien, el monarca visigodo fallecería asesinado por un criado como consecuencia de una de las muchas conjuras palaciegas de las que adolecieron los reinos germánicos.
Placidia lloró tanto la muerte de su marido, como la del hijo que tuviera con él, fallecido prematuramente. Pese a la adversidad, aún tendría fuerzas para volverse a casar, esta vez por conveniencia, con el general Constancio y concebir a un emperador (Valentiniano III) y su hermana (Honoria). Ante la reducida capacidad intelectual de su vástago, dedicado cuasi en exclusiva a la cría de pollos, Placidia soportó todo el peso del Imperio de Occidente en los trágicos tiempos de Atila y de las invasiones germánicas consecuencia de su irrupción. Fue ella quien desconfió de Aecio, con motivos, para después “comerse su orgullo” perdonándole en pro de la seguridad del Imperio.
Gala sería el ejemplo de cómo la mujer es capaz de sobreponerse a toda injusticia con creces, saliendo fortalecida, en no pocos casos, por la fuerza de su temple y orgullo, no sólo por ser mujer, sino sobretod, por tratarse de una persona. Algunas tendrían suerte, otras no tanto, sin embargo Catón fue capaz de decir tamañas injurias en la santa sede del Senado, Placidia, contestándole, salvó a un Imperio, al menos, temporalmente…
Catón, En defensa de la ley Opia, Libro XXXIV de la Historia de Tito Livio
Uno de los prejuicios más arraigados entre nosotros, respecto a los seres que habitaron la Antigüedad Clásica, es aquél que afirma que griegos y romanos eran unos enamorados de las prácticas homosexuales. Cierto es que en Grecia llegó a no estar mal vista la pederastia, al igual que entre los pueblos celtas se dice, en tanto que alabanza de la juventud masculina y sus músculos. El hombre era el centro de todo el Cosmos grecolatino, sus cuerpos desnudos, con alta musculatura, sobrepasan las fronteras de lo real para alcanzar los contornos de lo puramente perfecto, esbelto, y un tanto metafísico. El Mundo Clásico adoleció de misoginia, el resultado de la sustracción de la costilla no se veía más que un complemento, una cara inversa al hombre inexcusable para la alcanzar la complementariedad macho-hembra y así la reproducción.
La mujer romana, sobretodo, es recordada como una fiera sin barreras, caminante entre las sombras del foro nocturno, guardiana de la Noche, custodia del hedonismo de cuarto creciente así como del éxtasis de Luna llena. La mujer que utiliza sus armas sexuales alcanza la fama de femme fatale en tanto que se especializa en alcanzar el poder entre una pirámide monopolizada por hombres. El machismo institucionalizado no sería nada más que un aguijón que ayudaría a la concepción de las grandes matronas romanas, seres, en no pocas ocasiones, capaces de dirigir todo un Imperio con mano férrea, sin eventual vacilación posible. Hablo de Aurelia (madre de César), Agripina la Mayor (madre de Calígula) y la Menor (hija de la anterior y madre de Nerón), de Gala Placidia o de la emperatriz Teodora.
Por poner ejemplo, Gala Placidia pocas veces pasa de ser, para muchos, el nombre de una conocida ubicación del centro de la Ciudad Condal. Muchos ignoran que se tratara, con casi total seguridad, de la catalana más importante de la Historia y protagonista de una de las mayores historias de amor que han conocido estas tierras. La noble romana, madre del emperador Valentiniano III (contemporáneo del huno Atila), se enamoró del caudillo godo Ataúlfo. Juntos vivieron un breve idilio bajo las murallas de la esplendorosa Barcino, si bien, el monarca visigodo fallecería asesinado por un criado como consecuencia de una de las muchas conjuras palaciegas de las que adolecieron los reinos germánicos.
Placidia lloró tanto la muerte de su marido, como la del hijo que tuviera con él, fallecido prematuramente. Pese a la adversidad, aún tendría fuerzas para volverse a casar, esta vez por conveniencia, con el general Constancio y concebir a un emperador (Valentiniano III) y su hermana (Honoria). Ante la reducida capacidad intelectual de su vástago, dedicado cuasi en exclusiva a la cría de pollos, Placidia soportó todo el peso del Imperio de Occidente en los trágicos tiempos de Atila y de las invasiones germánicas consecuencia de su irrupción. Fue ella quien desconfió de Aecio, con motivos, para después “comerse su orgullo” perdonándole en pro de la seguridad del Imperio.
Gala sería el ejemplo de cómo la mujer es capaz de sobreponerse a toda injusticia con creces, saliendo fortalecida, en no pocos casos, por la fuerza de su temple y orgullo, no sólo por ser mujer, sino sobretod, por tratarse de una persona. Algunas tendrían suerte, otras no tanto, sin embargo Catón fue capaz de decir tamañas injurias en la santa sede del Senado, Placidia, contestándole, salvó a un Imperio, al menos, temporalmente…
2 comentarios:
Sí, pero como tú dices es lo que piensa la gente, hoy en día hay asociaciones igual pero con referencia a grupos etnicos o paises. ¬_¬
Prometido, el próximo va para ti, pero no te enfades, porfiiiiiiiiiiiiiiiiiii.
Besotessssssssssssss
Te he puesto una reseña en mi blog.
Un abrazo
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