Platón fue el sumo creador de un mundo de ideas. Por él pululaban caballos, yetis, uzbekos, parroquianos, gladiadores, futbolistas y malabaristas. Las gentes acudían a la discoteca, al Coliseo o los burdeles y clubes de ambiente. En aquel lugar no habían familias, sólo campos semánticos. El infinito saber eventual se representaba en ideas, nominalmente puras. La falta de profanación del templo sapiencial impedía que se hiciera mella en un mundo, por definición, ideal. Todo tenía una recreación terrena o una eventual
salida en el Futuro, si es que no la había tenido ya, en el pretérito Pasado.
Como genuina entelequia, ésta tuvo su fin. Los de la contrada de la Cruz, haciendo honor al corporativismo de los de su campo semántico, sometieron a las ideas a esclavitud, y el recto camino se impuso, llamando al mundo ideal, Cielo. Como vieran que ello les parecía bueno, crearon a su vez el Infierno. Todo lo residual de entre lo completo fue a parar a este cajón de sastre del Demonio; fiel servidor inventado, persa a la vez que sagrado. No obstante, de entre todos estos campos, destacaba el de las ideologías. Una, la cristiandad, decidió monopolizar los cielos, sirviéndose de las caras de la religión, como si de un mismo fenómeno pareciera haber varios (Islam, hinduismo, judaísmo…). El resto de las ideas huyó al suelo. Como si de lozanas novatas se tratare, sin control, se dejaron fecundar por los humanos, pariendo seres perturbados, cosas malas, imperios…
El ser de la calavera entró entre las estalactitas de “kalagnikovs” y las quebradas de espadas, gladius y hachas incrustadas. Allá no crecían telarañas, sino que pendían medievales mazas. No había fuegos, sino hipocresía. Las “calles” de lamentos estaban pobladas por ladrones, estafadores, rufianes, contrabandistas, irreverentes y ministros. El lugar era fúnebre como el Hades, en gran parte, porque de ello se trataba. Calavera caminaba, con cigarrillo en boca. No sabía dónde se hallaba, pues era nuevo en el lugar, no podía hablar con nadie de los que le rodeaban, pues ninguno era de confianza.
Absorto en el whisky y su paquete de Malboro, rápidamente, el de la calavera se acercó a un fuego donde había un grupo asando patatas. El grupo era peculiar, pues cada cual tenía unos atributos y características tan detonantes como asonantes. Había uno con casco de legionario, túnica de lado a lado, calígulas en pies y traje trapero de esclavo. Otro no era del todo humano, tenía ojos orientales, efigie de centauro, con pies de caballo; en la espalda llevaba un curioso arco y de su barbilla colgaba una rala perilla. Dos de sus acompañantes, cada uno a un lado, rivalizaban con él en originalidad: pues uno de ellos enseñaba su palpitante corazón ensangrentado, mientras lucía penacho de quetzal y bebía chocolate caducado. Al otro lado del ser acaballado, un genuino ser de dos caras, de expresión anciana en una y faraónica en otra, hacia galas de superior, vistiendo alas en la espalda, y pies de león por zapatos. De entre todos, había dos especialmente curiosos. El niño adulto, con casco de león de plata y rizos de oro, de expresión un tanto sensual, y a la vez, amanerada y el espigado hombre de castizo acento, con lonchas de jamón por orejas, cantimpalo por nariz y quijotesco casco por segundo cráneo. La conversación que entre ellos tenían versaba sobre cómo habían conseguido la patata.
El de la toga decía no conocerla, a lo cual, el de las dos caras asentía. Ambos proponían cultivarlas manteniendo a mano de obra barata: endeudados, criminales, opositores, y en definitiva, esclavos; sólo que uno los prefería del detrito social y el bifronte por derecho divino. El de alma extremeña dijo que él las tendría que descubrir primero, para luego implantar entre los jornaleros, a lo que el centauro dijo que él no las quería ver, pues tenía mucho de carnicero, y las hierbas y tubérculos eran para tiempos de hambre. Calavera se sentó en un lugar, que aparentemente, tenía pre-asignado. Sentóse en él y abogó por conseguir copiosas cantidades de patata sometiendo a
pueblos de los que no estaban representados. A todos les pareció curioso y, alguno incluso se sorprendió por la intervención del nuevo huésped.
A la reunión llegaron dos nuevos huéspedes. Uno leía Fausto mientras se tocaba el bigote con la otra mano, y el segundo llevaba botella de vodka por compañera, cuales dos amigos, en verdad, borrachos. Ellos no se sorprendieron tanto al ver al inquilino. Calavera por fin se congratuló de poder ver a quienes consideraba los Srs. Comunismo y Fascismo; gran decepción se llevó cuando se enteró de que tales, no eran sus nombres.
Calavera se vio, de repente, sumergido en un lugar fuera de sus reglas. Sentía que algo en su realidad había cambiado, que todo lo que veía no acontecía lo creído, y que lo soñado no parecía tampoco lo visto, sino lo deseado. Ambos parecían conocer las vestiduras del nuevo. Sobre su cuerpo llevaba una chaqueta negra con aires de militar, con un águila calva grabada en hilo barato. Su trasero se sponsorizaba por CocaCola y, de entre sus peticiones, dos de tres eran alcohol y tabaco. Para cerciorarse, los de acentos del Rhin uno, y de los Urales el otro, le preguntaron por su nombre, el de la calavera dijo que le podían llamar “Capital”, aunque en verdad, su verdadero nombre, fuere acompañado por un “ismo”. Todos empezaron a reír, pues el “ismo” era el “Expósito” de entre los de aquél lugar. El nombre utilizado por quienes no sabían su verdadero nombre. La pareja de tertulianos se sentó, con risa entrecortada. Saludaron al nuevo con acento tejano, presentándose como Rusia y Alemania, dos de los del grupo de “Imperios” que allá se reunían.
A él lo trataron por EEUU, él no se dio por aludido, pues su nombre era Capital, y en todo caso, Capitalismo. Pregunto al frío bebedor de vodka si conocía a un tal Comun, y él le contestó que tal era el nombre del hijo que pretendía tener, sólo que jamás había sido concebido. Todos los Imperios comenzaron a reír en el Infierno, riéndose de las gruesas, y tetudas, madres ideologías que a todos ellos parieron. El mongol trotaba de alegría, el romano se moría de risa. El español no paraba de dar en la espalda al azteca, y éste sonreía al niño adulto, para algunos Magno. Calavera cambio su Expósito por nombre real, y díose cuenta de que estaba muerte en el Infierno de los Imperios, y de que su nombre, era EEUU…
Segunda imagen: dibujo del prometedor, y notabilísimo, ilustrador, D. Rodrigo Martín Campo, de Mar de Plata, "lugar de buenas ensaladeras" ;-)