viernes, 18 de enero de 2008

La muerte de Teodora

Porfirio había varado en una de las orillas del Bósforo. La ballena, que tanto había aterrorizado a la población bizantina, había muerto sin ser presa de ningún marinero; todo en ella era pura fortaleza, convertida ahora en carroña de Leviatán, mero cuerpo de cetáceo, varado en la arena. La realidad reconquistaba aquello que había sido generoso pasto para la leyenda, el ser marino había fenecido cuando menos se esperaba tal acontecimiento. Al final el rumor fue clamor, se transmuto en ente empírico aquello que acontecía fantástica leyenda: ¡Porfirio había muerto! –gritaba el populacho- ¡Llegó la hora de la emperatriz ramera!

Decía la leyenda que un sutil hilo unía las vidas del cetáceo y Teodora, todo era mágica alegoría, coincidencia, motivo de reflexión para unas conciencias demasiado predispuestas al sueño y la metafísica. El caso es que la primera dama agonizaba, su cuerpo se sometía al paso del tiempo, y a la enfermedad; ciertamente, jamás se había sentido tan común después de dejar las paredes del burdel, los subterráneos y arcos del hipódromo. Justiniano no tenía consuelo, su parejo ventrículo agonizaba amagando con causar tormenta: la de la decadencia, el derrumbe del coraje y seguridad que hacían de ella, para sus intereses y los del Imperio, poder y fortaleza.

Su mérito jamás fue sólo el de ser mujer. Su camino vital le llevó desde los callejones de Alejandría o Antioquia, directamente a vestir la púrpura de Constantinopla. Santa Sofía aún parece agachar su cúpula cuando se pronuncia su nombre, por más que fuera ella quien le puso límites al capricho justinianeo, control en un hombre que no había acabado de comprender la diferencia entre el ser y el deber ser, del sueño frente a la madurez del hombre enfermo. Después de todo jamás dejo de ser una antigua ramera: su pasado le vestía junto con las arrugas, su piel se intentaba alzar entre los mares del Tiempo, de la melancolía y el recuerdo. Quizás sea redundante para algunos hablar de Teodora y de la ballena. Para muchas almas sería doble contingencia hablar de monstruos, cambiar de sustantivo, para referirse a una misma y equivalente esencia. El fuego interno de la emperatriz parecía no poder resistirse a sus ganas de apagarse, mientras, Porfirio moría...

Las velas del Palacio Dafne se encendían queriendo guardar algo del poder de la mañana, la emperatriz obsequiaba sus últimos aires de oxígeno, su fragancia olía, más que nunca, a loto marchito, azucena y azahar putrefactos, esencias decadentes para un nefasto día. La mujer y la ballena, el animal y la dama, binomios tan diferentes, como idénticos en futuro y destino. La muerte se rió de los dos, no haciendo diferencias entre la bestia y el cáncer de la célebre gobernanta. ¿Quién dijo que todo en la enfermedad era injusticia pura? ¿Hay alguien más equitativo que la dama de negro y su guadaña, algo menos corruptible ante el dinero?

Todo el complejo se hallaba en movimiento, Justiniano se resistía a dejar al Imperio huérfano. Se negaba a aceptar la viudedad a sus sesenta y seis años, no pensaba ser justo sujeto de la viudedad. Creía no tener edad para el luto, quizás reflexionó sobre si existía, en verdad, alguna edad justificada por la que dejar la tierra.

Al fin el momento llegó, Constantinopla entera parecía no llegar a comprender qué era aquello que se avecinaba. Los catafractos vistieron de luto, la guardia guardó, geométricamente, la más ordenada y noble de todas las filas. Formación de homenaje, despedida de alguien que, a la vez que compañera, había sabido ser, del César, hermana mayor, esencia de Madre.

Las calles de Bizancio rugían de murmullos, se había cumplido la profecía; atrás quedarían los tiempos de esplendor justinianeo. Ravena lloró en su laguna, Edesa desde su fortaleza. El Imperio parecía querer consumar su adiós a Roma, abrir sus puertas a esa noche estrellada, llamada Edad Media. Pese a todo, aquel era un día corriente, como también lo era el cuerpo. La inmortalidad del recuerdo se pintó en el pódium de la importancia, Teodora resucitaría en la imaginación, en las páginas que narrarían su historia. Después de todo resistir ante la gritada Nika tuvo valor, la púrpura hizo la más bella mortaja.
  • Primera ilustración: “Arabian Nights” de Benjamin Constant. Segunda ilustración: “La destrucción de Leviatán” de Gustavo Doré.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

La púrpura puede hacer cosas muy bellas. Un ejemplo es este texto, pese a microsoft. Un saludo!

Madame X dijo...

Debo dar la razón a Juanjo. El texto es muy bello.

Teodora una figura fascinante... y poderosa, a la que no siempre se ha hecho justicia.

... X

Dinorider d'Andoandor dijo...

que buen relato en verdad

ese entrelazado de desenlaces sobretodo

panterablanca dijo...

¿Sabes? Teodora es otro de mis personajes históricos preferidos.
Besos salvajes.

Chico Troodon dijo...

Ese detalle de la ballena Porfirio no lo sabía. No me imagino como iría a aterrorizar un inofensivo cetáceo a los bizantinos, pero bueno era la época. Me gustó la historia, y refuerza la idea de que todos somos iguales ante la muerte.

MeRCHe dijo...

Buen relato, me ha puesto la piel de ballena noooooo!! de gallina ;) jajaja besitos