Es curioso percatarse de cómo aquellos extremos que en la actualidad supuestamente habitan mundos extremos, poseyeron ab initio origen y causas comunes. La eventual afinidad que pudiera poseer un Cristo actual con un movimiento antisistema o de liberación “nacional” (mejor dicho, popular) no es sólo la más clara de tales manifestaciones, sino que además no es la única durante la humana existencia.
La Iglesia Católica tiene como gran característica propia el poseer una organización centralizada entorno a la figura del Sumo Pontífice. La Administración Romana monopoliza el poder, imponiendo sus designios a todos los cleros miembros de su Iglesia. Obviamente, el centralismo siempre hace uso de su fuerza centrípeta para enardecer los susceptibles flagelos del separatismo, manifestándose, una vez más, como dos posiciones inexcusables, la una de la otra, que parecen comportarse como los más ansiosos amantes.
Caído el Imperio Romano de Occidente, el Papado monopolizó el Poder fáctico conformándose el sistema de hierocracia. Ello se tradujo en la configuración de una burocracia sumamente desarrollada que, en tanto que muestra de poderío, iría creándose a la vez que complejos rituales, miembros de la más rebuscada de las liturgias, y lujos innecesarios en lo terrenal, pero algo más útiles en los políticos terrenos del propagandismo. La inaccesibilidad al Papa y su irradiación de fáctico imperium no dejaría de molestar a los otros grandes patriarcas del orbe romano. Parece difícil de justificar el porqué el patriarca de Constantinopla, verdadera capital mundial del momento, o los de Alejandría, Antioquia o Cartago, debieran subyugarse a la voluntad del presunto sucesor de San Pedro. La Iglesia Ortodoxa no dejaría de ser el clímax de un movimiento de autoafirmación frente al monopolio del obispo romano, pero, más allá de ello, aquello que para nosotros tendrá mayor importancia será el surgimiento de la “herejía” monofisita.
El monofisismo se caracterizaría por la consideración de la naturaleza de Cristo como Divina, en tanto que fagotiza ésta a la mortal. Algo tan sumamente teológico, así como inaccesible para el grueso de la población, no dejaría de ser una “excusa” para configurar una Iglesia opuesta tanto a Roma como, con mayor intención, a Constantinopla. El Concilio de Calcedonia la convertiría en herética, pese a la protección mostrada por Teodora (esposa de Justiniano) a los monofisistas. Lo realmente interesante es pensar en cómo el monofisismo se transformó en un movimiento cada vez más de autodeterminación que en una discusión teológica. Ello debe de verse bajo el prisma de que la pertenencia a una Religión determinada, era en aquel entonces un sucedáneo del sentimiento “nacional” o de pertenencia a un grupo étnico. La verdad es que la población del sur y este del Imperio Bizantino era de origen semita, especialmente relevante sería ello en referencia a los nabateos y los gasánidas.
Ambos se convirtieron al monofisismo. Tanto los gobernantes de la mítica Petra como los gasánidas eran pueblos de consideración “árabe” que tenían el deber de defender las fronteras romanas del sureste frente a las incursiones sarracenas y frente al enemigo persa. El origen étnico, así como el monofisismo (tan mal visto desde Constantinopla), conformarían un caldo de cultivo excelente para que el Islam consiguiera seducir en masa a los habitantes de tales lugares.
Dice el profesor Vernet que Mahoma recibió la formación de un rabino y la de un sacerdote cristiano, por lo que sus ideas no serían ajenas a tales religiones sino más bien derivadas de ellas. El Islam surgiría, mayormente, como un movimiento social de reivindicación contra el clero oficial y el poder bizantino. El sureste del Imperio abrió las puertas a la fe mahometana creyendo que se trataba de una herejía más de oposición al poder, sofocante, del Basileo. La figura de un líder militar y religioso, encarnado en la figura del califa no dejó de ser sumamente seductora para el pueblo, por lo que los orígenes del mundo islámico se parecerían más a los de una revolución bolchevique que a la creación de un moderno Estado. Por supuesto, este no sería el único caso, ya que buena parte de la situación del Islam actual es devota de la política y el menosprecio, intencionado, de Occidente, que de discusiones teológicas entorno a la Fe.