Me viene a la cabeza una imagen especialmente melancólica. El viejo Golf combatiendo, con lograda fidelidad, al canino amigo; mi imberbe, y acaso algo dormida, silueta meneándose conforme al camino dictado por el volante de mi palafrén mecanizado; mi imaginación desenfrenada; mis padres disfrutando, durante el placentero trayecto, de una novedosa cinta de George Michael... El caso es que no sé si por no haber descansado la noche anterior, por los orígenes del cantante o por la última clase dada por el profesor de historia de turno, recuerdo imaginarme al frente de las acorazadas catafractas justinianeas luchando contra los godos y los persas, comiendo al lado de Justiniano y familiarizándome con los femeninos y sensuales contornos de Teodora. Las estrofas de "Jesus to a Child" o de "Fast love” mutan en historia bizantina versada. No veía los contornos de mi pueblo sino marmóreos hipódromos, el ritmo del chipriota, junto al deslumbrar de los faros del auto vecino, me hacían ver Antioquia, el Bósforo y, quizás con un suplementario empujoncito de sana droga imaginativa, a la colosal y maravillosa joya bizantina, ofrenda a la arquitectura y la humana retina, ella la hermosa, basílica de Santa Sofía.
Al bajarme del coche, recuerdo darme cuenta de cómo todo era un nebuloso cúmulo de sensaciones, revueltas en ese mar dudoso de conocimientos sin asentar, de aficiones sin manifestarse. Estambul acontecería como una meta en mi vital odisea, un premio a mis jóvenes sentidos, una esperanza por la que luchar contra el viento, la marea, contra la contemporánea hidra enmochilada, los interminables viajes en galeras escolares, y los no menos terribles, godos, y acaso algo persas, exámenes de matemáticas.
No alcanzo a dilucidar qué fue exactamente aquello que me seduzco de la civilización bizantina. Si el anhelo de haber podido salvar los vestigios del Imperio Romano, vivir en las empedradas callejuelas de la urbe constantina o sencillamente, las ganas de soñar con aventuras de príncipes y caballeros, ligadas a nuestro Mundo por algún contorno devoto de nuestro rico acervo histórico, con pilares de Realidad que arañan los límites de la fantasía.
Camelot, Namek o la morada de la Corona Mágica parecían existir en mi imaginada Constantinopla. Un mundo regido por la felicidad, el cariño y el poder primordial de la voluntad de uno. Ansias de destacar, de verme en púrpura sobre el Imperio Romano. La vuelta al mundo terrenal era imposible, era difícil dejar aquel sueño placentero, no escuchar en cualquier ritmo musical la trompeta del lugarteniente de Belisario o ver en televisada noticia alguna correspondencia con los antaño años romanos.
A diferencia de muchos, no veía en Estambul al musulmán enemigo, ni tampoco al herido griego, sólo veía la ingenua visión de una juvenil fantasía. Obvié las mezquitas que tanto, algo después, me interesarían. ¿Qué se le iba a hacer? Mi edad me impidió la sensación de convivir con compañeros de religiones diferentes y negaba, en mis adentros, su acaso eventual, pero desde luego concebible, existencia. Sólo me veía a mí marchando entre laureles, obviando la eventual felicidad terrena y cultivando mi cerebro con historias inverosímiles derivadas de retales fidedignos de enjoyada Realidad. La explicada por los libros abiertos, que no comprendidos; la denotada por fotografías, documentales y comentarios escuchados por mis, en aquel entonces más que ahora, diminutas orejillas.
¡Basta! El reloj me recuerda el paso del tiempo. ¡Qué trivial! ¡¿Pues acaso no es lo cotidiano lo más predecible de nuestra conducta?! Cruzarnos con el espejo y ver cómo han pasado los años, cómo comprendes, aun siendo joven, aquello que pudiera sentir el anciano octogenario. El tiempo pasa, y sus olas no se sabe a que orillas modelarán ni hacia donde irá la corriente, los flujos, la marea. El discurrir de los años amenaza con erosionar lo poco que me queda ya de Carrera, qué se le va a hacer, pero recuerdo el sueño infantil, las cúpulas de la azulada mezquita de Ahmet, y los, quirúrgicamente añadidos, minaretes de Santa Sofía. Precisamente hoy, a estas horas, recuerdo que ya no soy aquel niño ya y que, dentro de una semana, por fin pisaré Turquía, veré Estambul y podré disfrutar la serenidad de tomar contacto carnal con la más reina de entre las sofías.
Al bajarme del coche, recuerdo darme cuenta de cómo todo era un nebuloso cúmulo de sensaciones, revueltas en ese mar dudoso de conocimientos sin asentar, de aficiones sin manifestarse. Estambul acontecería como una meta en mi vital odisea, un premio a mis jóvenes sentidos, una esperanza por la que luchar contra el viento, la marea, contra la contemporánea hidra enmochilada, los interminables viajes en galeras escolares, y los no menos terribles, godos, y acaso algo persas, exámenes de matemáticas.
No alcanzo a dilucidar qué fue exactamente aquello que me seduzco de la civilización bizantina. Si el anhelo de haber podido salvar los vestigios del Imperio Romano, vivir en las empedradas callejuelas de la urbe constantina o sencillamente, las ganas de soñar con aventuras de príncipes y caballeros, ligadas a nuestro Mundo por algún contorno devoto de nuestro rico acervo histórico, con pilares de Realidad que arañan los límites de la fantasía.
Camelot, Namek o la morada de la Corona Mágica parecían existir en mi imaginada Constantinopla. Un mundo regido por la felicidad, el cariño y el poder primordial de la voluntad de uno. Ansias de destacar, de verme en púrpura sobre el Imperio Romano. La vuelta al mundo terrenal era imposible, era difícil dejar aquel sueño placentero, no escuchar en cualquier ritmo musical la trompeta del lugarteniente de Belisario o ver en televisada noticia alguna correspondencia con los antaño años romanos.
A diferencia de muchos, no veía en Estambul al musulmán enemigo, ni tampoco al herido griego, sólo veía la ingenua visión de una juvenil fantasía. Obvié las mezquitas que tanto, algo después, me interesarían. ¿Qué se le iba a hacer? Mi edad me impidió la sensación de convivir con compañeros de religiones diferentes y negaba, en mis adentros, su acaso eventual, pero desde luego concebible, existencia. Sólo me veía a mí marchando entre laureles, obviando la eventual felicidad terrena y cultivando mi cerebro con historias inverosímiles derivadas de retales fidedignos de enjoyada Realidad. La explicada por los libros abiertos, que no comprendidos; la denotada por fotografías, documentales y comentarios escuchados por mis, en aquel entonces más que ahora, diminutas orejillas.
¡Basta! El reloj me recuerda el paso del tiempo. ¡Qué trivial! ¡¿Pues acaso no es lo cotidiano lo más predecible de nuestra conducta?! Cruzarnos con el espejo y ver cómo han pasado los años, cómo comprendes, aun siendo joven, aquello que pudiera sentir el anciano octogenario. El tiempo pasa, y sus olas no se sabe a que orillas modelarán ni hacia donde irá la corriente, los flujos, la marea. El discurrir de los años amenaza con erosionar lo poco que me queda ya de Carrera, qué se le va a hacer, pero recuerdo el sueño infantil, las cúpulas de la azulada mezquita de Ahmet, y los, quirúrgicamente añadidos, minaretes de Santa Sofía. Precisamente hoy, a estas horas, recuerdo que ya no soy aquel niño ya y que, dentro de una semana, por fin pisaré Turquía, veré Estambul y podré disfrutar la serenidad de tomar contacto carnal con la más reina de entre las sofías.
1 comentario:
muy buen art.!
un par de comentarios muy al margen del tema principal, sobre el que sólo te puedo felicitar..
me encanta George Michael!
sabes que al Golf le salió comptentencia y una muy dura:
el Ceed de Kia (en tercer lugar)
y el Toyota Auris, que, según las revistas alemanas está en primer lugar en todo sentido, antes del Golf.
El Ceed está en tercer lugar después del Golf.
Un abrazo!
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