Estambul, Bizancio, Constantinopla. Con vistas a dos continentes, al Bósforo y al más glorioso de los pretéritos tiempos, Estambul saluda al porvenir con la alegría del quinceañero y la melancolía del viejo. La historia, la cultura, consolidadas costumbres y otros tantos misterios, tejen un urbano vestido devoto del hedonismo y del buen gusto. Quizás para un ojo foráneo, humanamente parcial, una de las cosas que más pudieran sorprender es el misterio emplumado de las mezquitas otomanas.
Durante la noche, las esplendorosas mezquitas reciben la visita de enjambres de gaviotas blancas que parecen manifestar la gracia de Alá en la sacralización de tales templos. Lo sorprendente y maravilloso se nutre de tales acontecimientos siendo aún más notoria la imponente, así como seductora, soledad del solitario coloso. Santa Sofía parece desafiar los siglos permaneciendo esencialmente inmutable a los envites del tiempo. Sin embargo, como en el caso del destino de la más bella modelo, su existencia se halla estrechamente ligada a la febril competencia que contamina todo lo humano. Obviamente con ventaja, los sucesivos habitantes del dorado cuerno han intentado superador la magnitud de Santa Sofía construyendo seres empedrados dignos de la más épica de todas las epopeyas.
Ejemplo clave al respecto es la Mezquita Azul, coqueta hija del afán de superación, que por ministerio del Sultán Ahmet intentó desbancar del podium de lo sublime, a Hagia Sofía. Los mil años aproximados de diferencia entre ambas no fueron suficiente para ganar a la antaño catedral; si acaso, aquella jugada más ingeniosa, y que resulta mayormente palpable para el ojo occidental-europeo, es el cómo las gaviotas imperan en las cúpulas de las mezquita durante la noche, y en cambio no en Santa Sofía. Quizás sea Alá haciendo recordar el pasado cristiano del coloso catedralicio. Quizás. O puede que sea simplemente un producto de la casualidad que viene a confirmar la idea sobre la que parece sustentarse el sentimiento turco actual; la actualidad del Islam como esencia también europea frente al anacronismo del Cristianismo bizantino.
Parece claro que no se descubre misterio alguno al constatarse el inevitable paso del tiempo junto la caótica entropía del paso. Parece claro. Pero no deja de preocupar al amante de Estambul, tanto como al de Constantinopla, cómo ambos nombres de una misma ciudad, parece que irremediablemente, chocan inmisericordemente entre ellos, en el más cainista de los duelos.
Durante la visita a Santa Sofía, y quizás aún más cuando se completa la excursión con la visita a San Salvador de Chora, aquello que más enoja al atávico sentimiento occidental sea la omnipresente imagen de banderas turcas, fotos de Atatürk y antiguas iglesias desacralizadas por los minaretes islámicos. No es debido a problemas religiosos, sino al afán de diferenciar, de autoafirmación, aquello que detesto de tales estampas. Por supuesto que no son pocos aquellos que opinan que los minaretes añadidos a Santa Sofía le salvaron de las iras del fanatismo contra los, no sólo religiosamente, adversos a Occidente.
La narración de la historia, el periodismo así como los testimonios de personajes presuntamente bien informados, no en pocas ocasiones, dibujan un fresco tintado de odio atávico a Occidente y de fanatismo. Nada más lejos de la realidad. Las imágenes contempladas durante este maravilloso viaje de final de carrera corroboran la necedad de lo patriótico y la universalidad de lo económico. Estambul sustenta su identidad en su contraposición a Constantinopla y lo bizantino. Cómo reconocer su precedencia bizantina evitando dar la razón a fantasiosas cuestiones patrióticas helenas. A todo ello se le suman graves consideraciones: cómo defender la falta de legitimación para vivir y medrar a los turcos que en Estambul nacieron o pasaron sus mejores años, afirmado la falta de pertencia de la islámica urbe al cuadro de caracteres clasificables respecto a la humana existencia.
Lo actual resulta ser más legítimo que lo pretérito y sumamente más útil para escrutar los senderos del futuro. Lo histórico es parte constitutiva de un cuerpo transformado en una ciudad y sus diversas gentes. La homogeneización, aún yendo en contra de la evolución y de la mutabilidad exigida, se nota manifestándose a nivel global, careciendo cada vez más de contenido los favoritismos patrios y sueños nacionales.
Griegos y turcos se homogenizan al escuchar Madonna, comer Pizza o pintarse las uñas con marcas francesas. La construcción “nacional” entendida por contraposición al vecino perfecciona el adagio del gran khan de no haber gran pueblo de no tener un enemigo. El paseo desde Taksim a Dolembache por los jardines que los comunican corroboran tal hecho al existir cierta plaza donde se alzan los bustos, junto a Atatürk, de Atila y de Tamerlán. Lo olvidaba. La búsqueda, inexcusable para un jurista, del legado justinianeo se basa en la negación en tanto que exaltación de lo turco. No se prima a las personas sino a metafóricos sueños, que han provocado tragedias escandalosas en la bella tierra turca. Rumíes, armenios o kurdos son fuente de una diversidad incomprendida que se rinde a las excesos de la autoafirmación nacional y de los superlativos huracanes del nacionalismo.
Quizás sea la vaguedad del adjetivo europeo, los grandes cambios históricos en la cuenca del Mediterráneo, o simplemente, el sueño incomprendido de un joven enamorado de Estambul, aquello que me hace constatar la improcedencia de negar el ingreso a Europa de un país eventualmente hegemónico. ¿Porqué?. Hoy en día las diferencias son de intereses que no de caracteres étnicos o nacionales, las lenguas se ven superadas por el inglés y las religiones por la play-station, la choque de civilizaciones se caracteriza en flujos envidiosos y de codicia. De la olla llena y de la olla vacía. De las universidades frente a los hospitales de pésima cirugía. ¡Qué se le va a hacer! Nuestro nivel de vida en ello encuentra sustento y es irremediable que el sirio, el boliviano o el filipino pudiera tener odio frente al occidental, claro, es que uno se alimenta opíparamente y juega a la play-station. El materialismo lo impregna todo y Turquía se convierte en Europa desde el momento en que participa del invento. El resto del Islam le ve con malos ojos, no por falta de rigidez en el Islam, la Sunna o los dictámenes de ulemas expertos, simplemente por tener cada día la olla más llena y participar del desarrollo del leviatán globalizado, del mundo capitalista, del mundo del consumo, de la televisión y de la play-station.
Durante la noche, las esplendorosas mezquitas reciben la visita de enjambres de gaviotas blancas que parecen manifestar la gracia de Alá en la sacralización de tales templos. Lo sorprendente y maravilloso se nutre de tales acontecimientos siendo aún más notoria la imponente, así como seductora, soledad del solitario coloso. Santa Sofía parece desafiar los siglos permaneciendo esencialmente inmutable a los envites del tiempo. Sin embargo, como en el caso del destino de la más bella modelo, su existencia se halla estrechamente ligada a la febril competencia que contamina todo lo humano. Obviamente con ventaja, los sucesivos habitantes del dorado cuerno han intentado superador la magnitud de Santa Sofía construyendo seres empedrados dignos de la más épica de todas las epopeyas.
Ejemplo clave al respecto es la Mezquita Azul, coqueta hija del afán de superación, que por ministerio del Sultán Ahmet intentó desbancar del podium de lo sublime, a Hagia Sofía. Los mil años aproximados de diferencia entre ambas no fueron suficiente para ganar a la antaño catedral; si acaso, aquella jugada más ingeniosa, y que resulta mayormente palpable para el ojo occidental-europeo, es el cómo las gaviotas imperan en las cúpulas de las mezquita durante la noche, y en cambio no en Santa Sofía. Quizás sea Alá haciendo recordar el pasado cristiano del coloso catedralicio. Quizás. O puede que sea simplemente un producto de la casualidad que viene a confirmar la idea sobre la que parece sustentarse el sentimiento turco actual; la actualidad del Islam como esencia también europea frente al anacronismo del Cristianismo bizantino.
Parece claro que no se descubre misterio alguno al constatarse el inevitable paso del tiempo junto la caótica entropía del paso. Parece claro. Pero no deja de preocupar al amante de Estambul, tanto como al de Constantinopla, cómo ambos nombres de una misma ciudad, parece que irremediablemente, chocan inmisericordemente entre ellos, en el más cainista de los duelos.
Durante la visita a Santa Sofía, y quizás aún más cuando se completa la excursión con la visita a San Salvador de Chora, aquello que más enoja al atávico sentimiento occidental sea la omnipresente imagen de banderas turcas, fotos de Atatürk y antiguas iglesias desacralizadas por los minaretes islámicos. No es debido a problemas religiosos, sino al afán de diferenciar, de autoafirmación, aquello que detesto de tales estampas. Por supuesto que no son pocos aquellos que opinan que los minaretes añadidos a Santa Sofía le salvaron de las iras del fanatismo contra los, no sólo religiosamente, adversos a Occidente.
La narración de la historia, el periodismo así como los testimonios de personajes presuntamente bien informados, no en pocas ocasiones, dibujan un fresco tintado de odio atávico a Occidente y de fanatismo. Nada más lejos de la realidad. Las imágenes contempladas durante este maravilloso viaje de final de carrera corroboran la necedad de lo patriótico y la universalidad de lo económico. Estambul sustenta su identidad en su contraposición a Constantinopla y lo bizantino. Cómo reconocer su precedencia bizantina evitando dar la razón a fantasiosas cuestiones patrióticas helenas. A todo ello se le suman graves consideraciones: cómo defender la falta de legitimación para vivir y medrar a los turcos que en Estambul nacieron o pasaron sus mejores años, afirmado la falta de pertencia de la islámica urbe al cuadro de caracteres clasificables respecto a la humana existencia.
Lo actual resulta ser más legítimo que lo pretérito y sumamente más útil para escrutar los senderos del futuro. Lo histórico es parte constitutiva de un cuerpo transformado en una ciudad y sus diversas gentes. La homogeneización, aún yendo en contra de la evolución y de la mutabilidad exigida, se nota manifestándose a nivel global, careciendo cada vez más de contenido los favoritismos patrios y sueños nacionales.
Griegos y turcos se homogenizan al escuchar Madonna, comer Pizza o pintarse las uñas con marcas francesas. La construcción “nacional” entendida por contraposición al vecino perfecciona el adagio del gran khan de no haber gran pueblo de no tener un enemigo. El paseo desde Taksim a Dolembache por los jardines que los comunican corroboran tal hecho al existir cierta plaza donde se alzan los bustos, junto a Atatürk, de Atila y de Tamerlán. Lo olvidaba. La búsqueda, inexcusable para un jurista, del legado justinianeo se basa en la negación en tanto que exaltación de lo turco. No se prima a las personas sino a metafóricos sueños, que han provocado tragedias escandalosas en la bella tierra turca. Rumíes, armenios o kurdos son fuente de una diversidad incomprendida que se rinde a las excesos de la autoafirmación nacional y de los superlativos huracanes del nacionalismo.
Quizás sea la vaguedad del adjetivo europeo, los grandes cambios históricos en la cuenca del Mediterráneo, o simplemente, el sueño incomprendido de un joven enamorado de Estambul, aquello que me hace constatar la improcedencia de negar el ingreso a Europa de un país eventualmente hegemónico. ¿Porqué?. Hoy en día las diferencias son de intereses que no de caracteres étnicos o nacionales, las lenguas se ven superadas por el inglés y las religiones por la play-station, la choque de civilizaciones se caracteriza en flujos envidiosos y de codicia. De la olla llena y de la olla vacía. De las universidades frente a los hospitales de pésima cirugía. ¡Qué se le va a hacer! Nuestro nivel de vida en ello encuentra sustento y es irremediable que el sirio, el boliviano o el filipino pudiera tener odio frente al occidental, claro, es que uno se alimenta opíparamente y juega a la play-station. El materialismo lo impregna todo y Turquía se convierte en Europa desde el momento en que participa del invento. El resto del Islam le ve con malos ojos, no por falta de rigidez en el Islam, la Sunna o los dictámenes de ulemas expertos, simplemente por tener cada día la olla más llena y participar del desarrollo del leviatán globalizado, del mundo capitalista, del mundo del consumo, de la televisión y de la play-station.
No hay comentarios:
Publicar un comentario