Allá por el verano de 1994, Anguita sufrió una de las mayores catástrofes de su historia. El pinar, monte que con tanto esfuerzo fuera trabajado por los resineros que vivían de él hasta épocas recientes, sucumbió a las llamas ante la atónita mirada de los anguiteños y demás vecinos de la comarca. La práctica desaparición del pinar sería un hecho, centenares de hectáreas de madera cenicienta dieron un color negro a lo que antaño había sido refugio de animales tales como las águilas e incluso algún que otro lobo. Todo se fue por la cadena (nunca mejor dicho), siempre que se entienda por ello a la no ecológica. Las meriendas en el marco del bosque, la recolección de níscalos (o rovellones), la búsqueda de piñas y demás actividades, que incluso para un veraneante, podrían ser consideradas en tanto que partes del ocio indispensable en el que invertir las vacaciones de verano, desaparecieron con los sueños, con las llamas y la peste a ceniza. Las ayudas fueron escasas. La mayor mediatización del evento hizo que las ayudas pactadas fueran exiguas para tan gran pérdida. Sería Luzaga quien apareciera por “Informe Semanal”, quedando Anguita compuesta y sin árboles. La equidad no se hizo efectiva, quizás salvo en lo estrictamente biológico. Toneladas de madera quemada quedaron, ennegrecidas, como queriendo ser partícipes del negocio y el mercado (verdaderos pilares de nuestra sociedad), en una tierra que no conoce de pozos de petróleo. La trama maderera se frotaba las manos, y es que, realmente, miles y miles de tablas de conglomerado estaban siendo ya planificadas. La ganancia de algunos justificaría el incendio, la madera quemada el trauma y lamento de los, estrictamente desinteresados (créase que en su mayoría), vecinos del pueblo.
Un buen amigo, a la sazón vecino de Vilassar, me comenta el negocio del conglomerado, esa falsa madera que, imperando en nuestros hogares, parece tan inofensiva como presumiblemente barata. Una vez más, resulta que la actitud mayormente ecologista choca, frontalmente, con nuestras mayores convicciones, los muebles de madera pura son mejores, no sólo en calidad, sino como medida con la que preservar los bosques. Nadie regala nada, debiéndose incluir, nada más cierto, incluso a la Madre Naturaleza. Claro está que la madera quemada sólo sirve para papel y conglomerado, aunque en varias latitudes se piense más en razones especuladoras y urbanísticas, trascendiendo el negocio plenamente maderero.
No obstante, las medidas a tomar por el ente público son sumamente problemáticas. Los incendios forestales, así es la cruda realidad, dan puestos de trabajo. La economía de varias localidades se sustenta en el negocio de la madera, qué decir respecto a la industria del ladrillo... Controlar los incendios, pues, acaba con puestos de trabajo, dejarlos, con parte imprescindible de nuestra biomasa.
Haciendo caso de la leyenda popular de la “trama de ICONA”, e incluso de “la venganza de las resineras”, los pinos arden para dejar paso al marojo y demás fagáceas típicas del bosque mediterráneo. Quién sabe si en las diferentes sucesiones botánicas los ancianos pinos volverán a ocupar su butaca, es posible, lo único cierto es que la Naturaleza sabe dar siempre un paso al frente, aunque nos neguemos a escucharla, creyéndonos sus dueños cuando no dejamos de ser, dentro de los ruines, sus propios e indisociables agentes... La ecología surge, una vez más, como materia flexible e indeterminada; un mundo en lo que todo parece sin llegar a ser nada. Y es que quizás sea el momento de renunciar a la eficiencia y dejar que la madera se pudra en su cementerio forestal, dentro de la necrópolis de los pinares muertos, de los sueños quemados. Eso sí, siempre dentro de la tragedia sin intentar que el asunto entre dentro de las paredes de Maese Provecho.
Un buen amigo, a la sazón vecino de Vilassar, me comenta el negocio del conglomerado, esa falsa madera que, imperando en nuestros hogares, parece tan inofensiva como presumiblemente barata. Una vez más, resulta que la actitud mayormente ecologista choca, frontalmente, con nuestras mayores convicciones, los muebles de madera pura son mejores, no sólo en calidad, sino como medida con la que preservar los bosques. Nadie regala nada, debiéndose incluir, nada más cierto, incluso a la Madre Naturaleza. Claro está que la madera quemada sólo sirve para papel y conglomerado, aunque en varias latitudes se piense más en razones especuladoras y urbanísticas, trascendiendo el negocio plenamente maderero.
No obstante, las medidas a tomar por el ente público son sumamente problemáticas. Los incendios forestales, así es la cruda realidad, dan puestos de trabajo. La economía de varias localidades se sustenta en el negocio de la madera, qué decir respecto a la industria del ladrillo... Controlar los incendios, pues, acaba con puestos de trabajo, dejarlos, con parte imprescindible de nuestra biomasa.
Haciendo caso de la leyenda popular de la “trama de ICONA”, e incluso de “la venganza de las resineras”, los pinos arden para dejar paso al marojo y demás fagáceas típicas del bosque mediterráneo. Quién sabe si en las diferentes sucesiones botánicas los ancianos pinos volverán a ocupar su butaca, es posible, lo único cierto es que la Naturaleza sabe dar siempre un paso al frente, aunque nos neguemos a escucharla, creyéndonos sus dueños cuando no dejamos de ser, dentro de los ruines, sus propios e indisociables agentes... La ecología surge, una vez más, como materia flexible e indeterminada; un mundo en lo que todo parece sin llegar a ser nada. Y es que quizás sea el momento de renunciar a la eficiencia y dejar que la madera se pudra en su cementerio forestal, dentro de la necrópolis de los pinares muertos, de los sueños quemados. Eso sí, siempre dentro de la tragedia sin intentar que el asunto entre dentro de las paredes de Maese Provecho.
Última imagen sujeta a GNU Free Documentation License. (Taken by Fir0002).
3 comentarios:
Sí parece que existe una "industria del incendio". Si lo piensa hasta se han dado casos (en el estado de California y más recientemente en Galicia) que los pirómanos resultaron ser gentes destinados en los propios retenes contraincendios.
En tiempos de los Austrias se castigaba con la pena capital al pirómano forestal; pero no tanto por los árboles o bosques en sí, sino sobretodo porque la fabricación de galeras para dotarse de una potente Armada era lo fundamental.
Curioso lo del "aglomerado" en contraposición con la madera pura. Todo los días se aprende.
Garcias por subir a mi colina, tiene un blog muy ilustrativo. te seguiré visitando. Saludos.
La verdá es una pena, ver como se pierden los arboles que te han acompañado tanto tiempo... en muchos casos hay gente que nadió y creció entre los arboles y ahora los ve morir impotente, que hacer? muy sencillo, pensar antes de actuar, que en esto nos la jugamos todos.
besis
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