Más allá de los ideales, los derechos humanos, o el pensamiento social que pueda tener una sociedad respecto a sus valores y fundamentos, la vida humana tiene un valor económico y un coste marginal, véase en tablas para accidentes o en el telediario de mediodía. Las dinámicas del Poder, tan ciertas como discretas, se manifiestan en hechos como el terrorismo y la guerra; sin mayores pistas que las noticias, generalmente manipuladas, además de testimonios interesados de presuntos testigos. El terror sigue siendo un símbolo de imperium, soberanía del poderoso que no conoce de pueblo sino de tortura, oliendo siempre la pólvora y el chocar del acero.
Precisamente fue con el descubrimiento del hierro que “se iniciaron” las masacres en masa. Por las tierras altas de Mesopotamia, cerca de la actual ciudad de Mosul (Irak), los asirios fundaron un imperio del terror donde la quema y destrucción de las ciudades del enemigo no sería más que una de las formas más efectivas de hacer valer el ego de la gran nación del antiguo Oriente. Un viaje por Horrorlandia (al igual que en aquel libro de mi infancia), bien pudiera hacerse al contemplar los relieves asirios conservados en los grandes museos de arqueología como el Británico, el Louvre o el de Estambul. Hombres empalados (respecto a esta cruel técnica, también utilizada por los otomanos, leer “Un puente sobre el Drina” del nobel Ivo Andric), o cabezas cortadas reposando sobre picas sitas en las inmediaciones de palacios y castillos, son muestras de cómo el terror siempre fue una fuerza de choque de éxito inmediato: sin los costes de la asimiliación cultural, ni su inversión de tiempo.
Cierto es que el Imperio Asirio no se caracterizaría por su duración (frente a Roma que utilizó, no plenamente, la segunda técnica con todo el proceso de “romanización), sin embargo, otros aprendices del maestro Diablo serían capaces de fundar grandes imperios sobre técnicas semejantes. Los mongoles, con Gengish Khan al frente, eran expertos en la tortura y la crueldad sobre el enemigo. Los criminales y enemigos del régimen se metían en ollas con aceite hirviendo, de no tener la suerte de haber sido antes decapitados o empalados.
La crueldad es la pareja de baile de toda guerra. Matanzas de civiles como las de Irak o Bosnia no son nada más que prácticas estratégicas por las que someter a la población conquistada. De forma semejante al uso, por los EEUU, de la bomba atómica en Japón, o las matanzas “selectivas” de Israel contra el pueblo palestino. Y es que todo es ruido de un mismo concierto. El anterior Secretario de Defensa de los EEUU, Donald Rumsfeld, encargó un estudio comparativo de los imperios de Alejando Magno, Romano y Mongol. Más allá de la “lección” que sacara tan siniestro político del trabajo, parece claro que las torturas de unos, ollas de otros, serían tomadas en cuenta cambiándose el aceite por “kalavnikovs” y los castigos grupales por errores militares...
Está claro que el hombre responde ante la violencia. La droga de la sangre muchas veces supera a cualquier sustancia estupefaciente, siendo interesante constatar cómo todo gran imperio ha llegado un mismo fin por semejantes medios. Pongamos el caso de Hitler, el holocausto sobre los judíos (más que razones étnicas) bien pudiera verse como una muestra de poder del führer mostrando cuán capaz era de elegir el destino vital de todo un grupo, a su antojo, como muestra de su función de pastor de manadas, cerdo criador, ¡para una sociedad fabricante de jamones antes que rebeliones contra el tirano! Quizás me atreva a decir que ciertas prácticas religiosas han alcanzado esta idea. Los aztecas bien pudieron sacrificar almas humanas como signo de poderío, muestra de cómo el rey de los mexicas tenía el poder absoluto sobre el resto de los pueblos mejicanos. Golpes de obsidiana, ollas de aceite o instrumentos del terror, todo forma parte de un campo semántico que, lejos de quedarse dentro del concepto de guerra, sobrepasa la categoría para entrar en el de actualidad, quién sabe si en el de humanidad. El terrorista siempre busca la muerte como factor de poder, los Estados en guerra también. Quizás este sea un motivo a favor de la unificación en cuanto al monopolio de la fuerza, quién sabe si algún día podremos celebrar una policía comunitaria o tutelada por Naciones Unidas, las normas deben ser semejantes para un mundo diverso y cambiante, paradoja únicamente comparable a cómo la sangre es el manantial del que nacen los imperios, los dirigentes, las clases gobernantes...
Precisamente fue con el descubrimiento del hierro que “se iniciaron” las masacres en masa. Por las tierras altas de Mesopotamia, cerca de la actual ciudad de Mosul (Irak), los asirios fundaron un imperio del terror donde la quema y destrucción de las ciudades del enemigo no sería más que una de las formas más efectivas de hacer valer el ego de la gran nación del antiguo Oriente. Un viaje por Horrorlandia (al igual que en aquel libro de mi infancia), bien pudiera hacerse al contemplar los relieves asirios conservados en los grandes museos de arqueología como el Británico, el Louvre o el de Estambul. Hombres empalados (respecto a esta cruel técnica, también utilizada por los otomanos, leer “Un puente sobre el Drina” del nobel Ivo Andric), o cabezas cortadas reposando sobre picas sitas en las inmediaciones de palacios y castillos, son muestras de cómo el terror siempre fue una fuerza de choque de éxito inmediato: sin los costes de la asimiliación cultural, ni su inversión de tiempo.
Cierto es que el Imperio Asirio no se caracterizaría por su duración (frente a Roma que utilizó, no plenamente, la segunda técnica con todo el proceso de “romanización), sin embargo, otros aprendices del maestro Diablo serían capaces de fundar grandes imperios sobre técnicas semejantes. Los mongoles, con Gengish Khan al frente, eran expertos en la tortura y la crueldad sobre el enemigo. Los criminales y enemigos del régimen se metían en ollas con aceite hirviendo, de no tener la suerte de haber sido antes decapitados o empalados.
La crueldad es la pareja de baile de toda guerra. Matanzas de civiles como las de Irak o Bosnia no son nada más que prácticas estratégicas por las que someter a la población conquistada. De forma semejante al uso, por los EEUU, de la bomba atómica en Japón, o las matanzas “selectivas” de Israel contra el pueblo palestino. Y es que todo es ruido de un mismo concierto. El anterior Secretario de Defensa de los EEUU, Donald Rumsfeld, encargó un estudio comparativo de los imperios de Alejando Magno, Romano y Mongol. Más allá de la “lección” que sacara tan siniestro político del trabajo, parece claro que las torturas de unos, ollas de otros, serían tomadas en cuenta cambiándose el aceite por “kalavnikovs” y los castigos grupales por errores militares...
Está claro que el hombre responde ante la violencia. La droga de la sangre muchas veces supera a cualquier sustancia estupefaciente, siendo interesante constatar cómo todo gran imperio ha llegado un mismo fin por semejantes medios. Pongamos el caso de Hitler, el holocausto sobre los judíos (más que razones étnicas) bien pudiera verse como una muestra de poder del führer mostrando cuán capaz era de elegir el destino vital de todo un grupo, a su antojo, como muestra de su función de pastor de manadas, cerdo criador, ¡para una sociedad fabricante de jamones antes que rebeliones contra el tirano! Quizás me atreva a decir que ciertas prácticas religiosas han alcanzado esta idea. Los aztecas bien pudieron sacrificar almas humanas como signo de poderío, muestra de cómo el rey de los mexicas tenía el poder absoluto sobre el resto de los pueblos mejicanos. Golpes de obsidiana, ollas de aceite o instrumentos del terror, todo forma parte de un campo semántico que, lejos de quedarse dentro del concepto de guerra, sobrepasa la categoría para entrar en el de actualidad, quién sabe si en el de humanidad. El terrorista siempre busca la muerte como factor de poder, los Estados en guerra también. Quizás este sea un motivo a favor de la unificación en cuanto al monopolio de la fuerza, quién sabe si algún día podremos celebrar una policía comunitaria o tutelada por Naciones Unidas, las normas deben ser semejantes para un mundo diverso y cambiante, paradoja únicamente comparable a cómo la sangre es el manantial del que nacen los imperios, los dirigentes, las clases gobernantes...
1 comentario:
Por desgracia, a día de hoy, esto sigue siendo el pan de cada día.
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