El Bajo Imperio Romano se caracterizó por ser carnaza de graves escaramuzas eclesiásticas entre los patriarcas de las diversas metrópolis del Imperio. Alejandría, Antioquia, Cartago, Constantinopla y Roma se discutían por ostentar el centro del mando en lo sagrado, pues en lo terreno aún mandaba, ni que fuera nominalmente, el Basileo de turno. Roma defendía sus aspiraciones en base a su eterna consideración y al supuesto mandato de San Pedro, mientras que Constantinopla, como gran adversaria, se oponía alegando que era ella, y no Roma, la ciudad púrpura o capital del Imperio. Las rencillas, que no dejaban de ser riñas interregionales, detonantes de graves tensiones que ayudarían al auge del islamismo a lo largo de sus fronteras del sur, no se soldarían en toda la vida restante del Imperio llegando hasta la actualidad.
El día en que el cardenal romano Humberto da Silva depositó la sentencia de excomunión dirigida al Patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, no dejó de perfeccionarse la crónica, valga la paráfrasis, de una muerte anunciada. El Cisma no era más que la meta de una carrera de despropósitos que no sólo crisparían a la sociedad sino que también debilitaron las huestes cristianas ante el futuro enemigo. Sobrepasaría muchísimo la voluntad de este artículo el explicar los motivos concretos que llevaron al Cisma de Oriente, sin embargo, valga constatar cómo la controversia teológica filioque (objeto de estudio, aún hoy en día, por Benedicto XVI) no fue nada más que la gota que derramó el vaso.
Antes Focio, patriarca de Constantinopla (quien hablaba como un santo para maniobrar como un diablo) en torno al año 850, ya había sido excomulgado por negarse a acatar la superioridad del obispo de Roma, o mejor dicho en el terreno de la fáctico, del Imperio Carolingio. Carlomagno y el Emperador Bizantino entablaron hostilidades por cuestiones, tan importantes en la época, como determinar quién era el legítima sucesor del Imperio Romano, si bien, con cierta rigurosidad técnica, los bizantinos siempre alegarían que para abrirse una sucesión, valga la floritura, siempre será necesario un de cuius, es decir, un muerto, fenómeno no acaecido al no caer Constantinopla hasta 1453 en manos de los turcos. Roma existía, cambiada por los tiempos, en los bizantinos, también llamados, no sin ser ciertamente expresivo el vocablo, rumíes.
La caída de Constantinopla no hizo nada más que acentuar la falta de liderazgo existente en la mitad oriental del Imperio. Con la caída de la ciudad púrpura la endeble resistencia bizantina, sita en la Nueva Esparta, más conocida como Mistras, no supo resistir el envite turco pese a dejar testimonio de la nueva circunstancia, la fe ortodoxa sería, en lo sucesivo, salvaguarda por Grecia y sus sueños de una grande, y unida, Hélade. Sabido es que los turcos tomarían Grecia, a la vez que Serbia, Hungría o Rumania, sin embargo, en los montes de Meteroa, grandes ofensas al vértigo cristalizaron en forma de gráciles monasterios, quizás queriendo saludar al viento o recordar, quién sabe si en turco, que en ellos merodeaba el fantasma del Basileo.
Obviamente la Hélade no sólo no surgiría sino que acontecería como un mero sueño nacional, es decir, emgarzado en el cetro de las ideas y de la metafísica. Ni el César resucitaría ni Estambul volvería a ser Constantinopla. El patriarca de la urbe sobreviviría, hasta nuestros días como institución, pero el mando permanecía, no ya tanto en Grecia, sino en la poderosa Rusia. La centralización del poder en bajo el Sumo Pontífice católico no conocería correlativo en la mitad romano-oriental con la caída del Señor de Bizancio. Los monjes de Meteora fueron conscientes de ello resistiéndose, no sólo antaño a los turcos, sino más recientemente incluso al gobierno griego. La hazaña legendaria de conquistar los cielos encontró un sucedáneo moderno en la victoria acaecida ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
No deja de ser bien explícita la sentencia “Monasteries v. Greece (case 10/1993/405/483-484)" al afirmar que se vulneraba el artículo relativo a la defensa de tutela judicial efectiva al no considerarse que los monasterios (Holy Monasteries en la Sentencia) no estaban representados por el Sínodo de la Iglesia Griega cuando éste y Grecia firmaron un acuerdo relativo a la cuestión. Tal sutileza del Tribunal, y del ámbito jurídico, más allá de determinar el derecho real o “in rem” de los monjes sobre sus monasterios, (así como la aplicación del artículo 1 del Protocolo número 1 de la Convención de Roma de 1950) dejaría constancia, en las páginas de lo moderno, de cómo la Iglesia Ortodoxa, frente al centralismo Occidental, continúa dispersa y de cómo la unión entre ambas iglesias acontece necesaria desde el momento en que ambas pierden, por momentos, prerrogativas fácticas en un mundo, afortunadamente, cada día más secular y falto de necesarias tutelas. No obstante, mientras escribo este extraño engendro, vestido tanto de artículo como de comentario, los monjes siguen residiendo en Meteora, ganando recursos al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, rezando a lo filioque, y tal cez, custodiando el fantasma del Basileo.
El día en que el cardenal romano Humberto da Silva depositó la sentencia de excomunión dirigida al Patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, no dejó de perfeccionarse la crónica, valga la paráfrasis, de una muerte anunciada. El Cisma no era más que la meta de una carrera de despropósitos que no sólo crisparían a la sociedad sino que también debilitaron las huestes cristianas ante el futuro enemigo. Sobrepasaría muchísimo la voluntad de este artículo el explicar los motivos concretos que llevaron al Cisma de Oriente, sin embargo, valga constatar cómo la controversia teológica filioque (objeto de estudio, aún hoy en día, por Benedicto XVI) no fue nada más que la gota que derramó el vaso.
Antes Focio, patriarca de Constantinopla (quien hablaba como un santo para maniobrar como un diablo) en torno al año 850, ya había sido excomulgado por negarse a acatar la superioridad del obispo de Roma, o mejor dicho en el terreno de la fáctico, del Imperio Carolingio. Carlomagno y el Emperador Bizantino entablaron hostilidades por cuestiones, tan importantes en la época, como determinar quién era el legítima sucesor del Imperio Romano, si bien, con cierta rigurosidad técnica, los bizantinos siempre alegarían que para abrirse una sucesión, valga la floritura, siempre será necesario un de cuius, es decir, un muerto, fenómeno no acaecido al no caer Constantinopla hasta 1453 en manos de los turcos. Roma existía, cambiada por los tiempos, en los bizantinos, también llamados, no sin ser ciertamente expresivo el vocablo, rumíes.
La caída de Constantinopla no hizo nada más que acentuar la falta de liderazgo existente en la mitad oriental del Imperio. Con la caída de la ciudad púrpura la endeble resistencia bizantina, sita en la Nueva Esparta, más conocida como Mistras, no supo resistir el envite turco pese a dejar testimonio de la nueva circunstancia, la fe ortodoxa sería, en lo sucesivo, salvaguarda por Grecia y sus sueños de una grande, y unida, Hélade. Sabido es que los turcos tomarían Grecia, a la vez que Serbia, Hungría o Rumania, sin embargo, en los montes de Meteroa, grandes ofensas al vértigo cristalizaron en forma de gráciles monasterios, quizás queriendo saludar al viento o recordar, quién sabe si en turco, que en ellos merodeaba el fantasma del Basileo.
Obviamente la Hélade no sólo no surgiría sino que acontecería como un mero sueño nacional, es decir, emgarzado en el cetro de las ideas y de la metafísica. Ni el César resucitaría ni Estambul volvería a ser Constantinopla. El patriarca de la urbe sobreviviría, hasta nuestros días como institución, pero el mando permanecía, no ya tanto en Grecia, sino en la poderosa Rusia. La centralización del poder en bajo el Sumo Pontífice católico no conocería correlativo en la mitad romano-oriental con la caída del Señor de Bizancio. Los monjes de Meteora fueron conscientes de ello resistiéndose, no sólo antaño a los turcos, sino más recientemente incluso al gobierno griego. La hazaña legendaria de conquistar los cielos encontró un sucedáneo moderno en la victoria acaecida ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
No deja de ser bien explícita la sentencia “Monasteries v. Greece (case 10/1993/405/483-484)" al afirmar que se vulneraba el artículo relativo a la defensa de tutela judicial efectiva al no considerarse que los monasterios (Holy Monasteries en la Sentencia) no estaban representados por el Sínodo de la Iglesia Griega cuando éste y Grecia firmaron un acuerdo relativo a la cuestión. Tal sutileza del Tribunal, y del ámbito jurídico, más allá de determinar el derecho real o “in rem” de los monjes sobre sus monasterios, (así como la aplicación del artículo 1 del Protocolo número 1 de la Convención de Roma de 1950) dejaría constancia, en las páginas de lo moderno, de cómo la Iglesia Ortodoxa, frente al centralismo Occidental, continúa dispersa y de cómo la unión entre ambas iglesias acontece necesaria desde el momento en que ambas pierden, por momentos, prerrogativas fácticas en un mundo, afortunadamente, cada día más secular y falto de necesarias tutelas. No obstante, mientras escribo este extraño engendro, vestido tanto de artículo como de comentario, los monjes siguen residiendo en Meteora, ganando recursos al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, rezando a lo filioque, y tal cez, custodiando el fantasma del Basileo.
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