Recuerdo como un antiguo profesor de castellano nos comentó cómo estaría de feliz si algún día pudiera hablar acerca del contenido del Quijote o del de La Celestina y no de la última jugada de Ronaldinho o del último numerito salido de la basura televisiva, en una de esas entrañables reuniones tertulianas. Quizás por el paso de algún cometa por una galaxia muy lejana, o más seguramente, por la excelsa gentileza de un hombre entregado a la sabiduría y la docencia, ayer pude experimentar tal sensación. La conversación no sólo me sirvió para conocer a nuevos y utilísimos autores sino que me abrió la barrera que tuviera frente a todo lo metafísico a nuevas ópticas y consideraciones.
Sin ánimo de herir volátiles sensibilidades, me gustaría empezar mi artículo realizando cierto paralelismo con ese fenómeno conocido como “lengua muerta”. Poca duda cabe, de que en el campo de la práctica cotidiana una lengua muerta viene a ser como un cuadro; bello y dador de ese sentimiento de ser afortunado por haberlo conocido, pero poco, o nada, útil para sacar beneficio alguno en el campo de lo pragmático. Sin embargo, una lengua muerta posee un “plus” a tener en consideración, y es todo el acervo cultural que arrastra, todos los conocimientos expresados por las gentes que otrora la utilizaron. Algo semejante acaece con las religiones antiguas.
Tal y como reconoce, el en buena hora conocido autor, Mircea Eliade, el excesivo énfasis en lo “profano” desvinculándonos radicalmente de lo “sagrado” no sólo es legítimo, en el sentido de ser una de la infinidad de opciones posibles para el individuo, sino que tiene, como toda cosa en la vida, ciertos inconvenientes. Al igual que en el caso de las lenguas muertas, las religiones “muertas” atesoran pequeños diamantes en forma de prácticas, ritos, creencias e incluso conocimientos, de civilizaciones pasadas.
La religión antigua comprende también al Derecho, la Moral y la Ciencia de civilizaciones pretéritas. Un “paleontólogo” del Derecho, de la Moral o de la Ciencia debe acudir a tales “huesos” con el sino de entender los extremos del pensamiento y de la ciencia antaño en vigor. Sin duda alguna, tal encomiable charla sería complementada con una posterior lectura de su libro (La ciudad cautiva) dónde uno puede percatarse de la afortunada elección del autor de querer inmiscuirse en la psique de los antiguos a través de su religión y de sus creencias. Un error grave en el que incurre el ojo foráneo, es querer trasladar nuestra óptica actual a tiempos pasados. Obviamente, existen ciertas normas (por ejemplo las de la Física) que permanecen inmutables, y pese a existir ciertos paralelismos, semejanzas y metáforas; no tiene excesivo sentido caer en el etnocentrismo religioso del que, quizás inconscientemente, adolecemos en multitud de ocasiones.
Recuerdo aquel aforismo del profesor Redondo que afirmaba que: “si se puede decidir tener creencias, se puede decidir tener creencias falsas; no se puede decidir tener creencias falsas; por lo tanto, no se puede decidir tener creencias”. En otras palabras, no podemos culpar a aquéllos que habitaron el Pasado, de tener creencias diferentes a las nuestras, ni, desde una óptica ofensiva o radical, creer que nos hallamos ante hombre primitivos o subdesarrollados. Ya sea des de una óptica teológica, o desde una óptica más evolucionista (empírica), con la que yo más me identifico, está claro que el hombre de civilizaciones pasadas no tuvo porqué ser menos feliz o estar sumiso en un mundo desgraciado y perverso. El campesino de la Edad Media, el asirio de la gran Nínive, el bizantino de Constantinopla o el maya de Tikal no fueron gentes partícipes de un estado de atávica tristeza. Cada cual le toca vivir en un tiempo y en un mundo, y participar en las creencias y pensamientos del Mundo en el que le toca vivir, o más concretamente, participar de aquellas creencias y valores que le insertan sus más primordiales educadores, sus progenitores.
El hombre no decide sus creencias; sin querer caer en la redundancia, quisiera volver a adjuntar aquellas palabras del profesor Óscar Valtueña Borque que afirman que: “el ser humano, el más prematuro de toda la tierra, nace con una organización cerebral prácticamente inactiva, y debe vivir con otros seres humanos para que se active su genoma. El niño sin socialización no es más que la esperanza de un ser humano”. El hombre no elige sus creencias, se halla sumergido en el paradigma que le toca vivir. Sin embargo, haciendo cierto símil con la teoría evolutiva, nuestro pensamiento, nuestra religión, nuestras creencias… cambian con el tiempo, a la deriva de la inercia. Ello nos metería en un debate sobre el camino hacia la complejidad, idea que yo rechazo. Nuestras ideas no son más complejas ni mejores que las que tuvieran los romanos, los mayas, Einstein, Cervantes o Julio César; son elementos impregnados por el condicionante del paradigma y del “hábitat” en que a cada cual le toca vivir. Quisiera hacer un último símil evolucionista que será motivo de otro artículo: un tiranosaurio no era una especie menos compleja ni evolucionada que un águila arpía simplemente se trata de especies que se han adaptado a medios en los que les ha tocado vivir, lo mismo que acaece con las personas y los grupos étnicos, medios que no elegimos ni controlamos, ¡pero es que acaso podemos controlar el futuro o los cambios!
Sin ánimo de herir volátiles sensibilidades, me gustaría empezar mi artículo realizando cierto paralelismo con ese fenómeno conocido como “lengua muerta”. Poca duda cabe, de que en el campo de la práctica cotidiana una lengua muerta viene a ser como un cuadro; bello y dador de ese sentimiento de ser afortunado por haberlo conocido, pero poco, o nada, útil para sacar beneficio alguno en el campo de lo pragmático. Sin embargo, una lengua muerta posee un “plus” a tener en consideración, y es todo el acervo cultural que arrastra, todos los conocimientos expresados por las gentes que otrora la utilizaron. Algo semejante acaece con las religiones antiguas.
Tal y como reconoce, el en buena hora conocido autor, Mircea Eliade, el excesivo énfasis en lo “profano” desvinculándonos radicalmente de lo “sagrado” no sólo es legítimo, en el sentido de ser una de la infinidad de opciones posibles para el individuo, sino que tiene, como toda cosa en la vida, ciertos inconvenientes. Al igual que en el caso de las lenguas muertas, las religiones “muertas” atesoran pequeños diamantes en forma de prácticas, ritos, creencias e incluso conocimientos, de civilizaciones pasadas.
La religión antigua comprende también al Derecho, la Moral y la Ciencia de civilizaciones pretéritas. Un “paleontólogo” del Derecho, de la Moral o de la Ciencia debe acudir a tales “huesos” con el sino de entender los extremos del pensamiento y de la ciencia antaño en vigor. Sin duda alguna, tal encomiable charla sería complementada con una posterior lectura de su libro (La ciudad cautiva) dónde uno puede percatarse de la afortunada elección del autor de querer inmiscuirse en la psique de los antiguos a través de su religión y de sus creencias. Un error grave en el que incurre el ojo foráneo, es querer trasladar nuestra óptica actual a tiempos pasados. Obviamente, existen ciertas normas (por ejemplo las de la Física) que permanecen inmutables, y pese a existir ciertos paralelismos, semejanzas y metáforas; no tiene excesivo sentido caer en el etnocentrismo religioso del que, quizás inconscientemente, adolecemos en multitud de ocasiones.
Recuerdo aquel aforismo del profesor Redondo que afirmaba que: “si se puede decidir tener creencias, se puede decidir tener creencias falsas; no se puede decidir tener creencias falsas; por lo tanto, no se puede decidir tener creencias”. En otras palabras, no podemos culpar a aquéllos que habitaron el Pasado, de tener creencias diferentes a las nuestras, ni, desde una óptica ofensiva o radical, creer que nos hallamos ante hombre primitivos o subdesarrollados. Ya sea des de una óptica teológica, o desde una óptica más evolucionista (empírica), con la que yo más me identifico, está claro que el hombre de civilizaciones pasadas no tuvo porqué ser menos feliz o estar sumiso en un mundo desgraciado y perverso. El campesino de la Edad Media, el asirio de la gran Nínive, el bizantino de Constantinopla o el maya de Tikal no fueron gentes partícipes de un estado de atávica tristeza. Cada cual le toca vivir en un tiempo y en un mundo, y participar en las creencias y pensamientos del Mundo en el que le toca vivir, o más concretamente, participar de aquellas creencias y valores que le insertan sus más primordiales educadores, sus progenitores.
El hombre no decide sus creencias; sin querer caer en la redundancia, quisiera volver a adjuntar aquellas palabras del profesor Óscar Valtueña Borque que afirman que: “el ser humano, el más prematuro de toda la tierra, nace con una organización cerebral prácticamente inactiva, y debe vivir con otros seres humanos para que se active su genoma. El niño sin socialización no es más que la esperanza de un ser humano”. El hombre no elige sus creencias, se halla sumergido en el paradigma que le toca vivir. Sin embargo, haciendo cierto símil con la teoría evolutiva, nuestro pensamiento, nuestra religión, nuestras creencias… cambian con el tiempo, a la deriva de la inercia. Ello nos metería en un debate sobre el camino hacia la complejidad, idea que yo rechazo. Nuestras ideas no son más complejas ni mejores que las que tuvieran los romanos, los mayas, Einstein, Cervantes o Julio César; son elementos impregnados por el condicionante del paradigma y del “hábitat” en que a cada cual le toca vivir. Quisiera hacer un último símil evolucionista que será motivo de otro artículo: un tiranosaurio no era una especie menos compleja ni evolucionada que un águila arpía simplemente se trata de especies que se han adaptado a medios en los que les ha tocado vivir, lo mismo que acaece con las personas y los grupos étnicos, medios que no elegimos ni controlamos, ¡pero es que acaso podemos controlar el futuro o los cambios!