jueves, 8 de marzo de 2007

Estadios y política

Dejando a un lado Santa Sofía y el Palacio Bucoleón, quizás el edificio más atractivo para el ojo foráneo dentro de Constantinopla fuera el hipódromo. Con no menos de 100.000 espectadores, se consideraba un coloso equiparable a cualquier obra efectuada por manos divinas. Era el centro del espectáculo, del ocio, de la "cultura" y de la política.

Las carreras de aurigas encandilaban a los ciudadanos bizantinos más que cualquier otra actividad. Los participantes eran los Ronaldos y Romarios de la época, pero con la gran diferencia de que en Constantinopla todo domingo había dervi. Dos grandes facciones se alzaban como grandes rivales, los azules y los verdes. Cada facción tenía sus cuchitriles, barrios, vestidos y políticos. La democracia no existía en los dominios de basileo pero sí la demagogia. Las carreras se extralimitaban de lo deportivo discutiéndose cualquier asunto social, económico o marcial en el graderío. Los romanos quizás no los inventaron pero no hace falta decir que conocieron al fenómeno hooligan. Las bandas de ambas facciones establecían su ley en sus calles, siendo algo más que comunes las coacciones y asesinatos.

En no pocas ocasiones, las guerras entre facciones no se limitaban a rencillas grupales sino que se configuraban como auténticas revueltas del pueblo. Ello fue lo acaecido durante la Revuelta Nika. El pueblo comenzó una revuelta violenta en el hipódromo con el sino de desposeer de la púrpura a Justiniano. Al grito de "Nika" los aguerridos manifestantes provocaron graves disturbios, incendios y calamidades. Era tal el estado de nervios del basileo que bien pensó en abdicar a lo que Teodora contesto que bien pudiera exiliarse pero que respecto a ella prefería quedarse ya que "la purpura es un bello sudario".

El general Belisario acabó con la revuelta con un gran mar de sangre. El pueblo comprobó la fuerza de la maquinaria coercitiva del Estado Bizantino, su imperium. La revuelta se solucionó y Belisario alcanzó la reputación necesaria para que Justiniano y Teodora le otorgarán el mando del ejército romano para las conquistas que posteriormente llevaría a cabo.

Imagen: Restos del antiguo Hipódromo de Constantinopla (Estambul)


Bizancio no tenía Parlamento, tenía al hipódromo. El marmóleo coloso no sólo servía de foco de distracción sino que era una auténtica ágora impregnada parasitáriamente por el éxtasis, nerviosismo inherente a los acontecimientos deportivos. El deporte de las aurigas era más política que cualquier otra cosa diferente. El propio Emperador tomaba partido por alguna facción siendo la otra una guarida excelente para toda eventual oposición al basileo. El hipódromo era un altavoz inmejorable para las quejas, insultos y demandas del populacho.

Mutas mutandi, poco ha cambiado. El deporte continúa trascendiendo el ámbito del entretenimiento alcanzando los resbaladizos contornos de la política. El binomio constantemente se cambia, se modela, se asocia o se modula. El Emperador purpurado se sustituye por las autoridades políticas que pueblan los palcos, el gran chambelán por títeres, personajes que contentan al régimen de turno manejando a la multitud según la deriva de sus intereses.

El público es punzado maléficamente para que se pronuncie violentamente contra el enemigo desde arriba escogido. La exaltación, catarsis del momento ayuda al poderoso. El fútbol lanza la pelota al palco, en él se juegan los partidos de cómo se modulará la opinión pública, si se recurrirá a uno u otro escuadrón de linchamiento, sea cubierto o encubierto. La democracia, si es que efectivamente se llegó a perfeccionar, se pervierte, se asimila al rival político de turno con el equiparable en lo deportivo. El equipo prójimo y sus seguidores se hacen miembros de la facción contraria. Los seguidores del otro son facción con unos supuestos intereses e ideas comunes. No de tácticas ni de regates sino de identidades y pretensiones para la orgásmico sensación del ocupante del palco.

La libertad de expresión, así como lo fashion o lo políticamente correcto se convierten en una masa amorfa que pervierte sus propios fines subyacentes para exaltar irresponsablemente al proletariado con los objetivos del dirigente de turno. En los estadios no hay espectáculo sino política, en los parlamentos viceversa. ¿Quién sustituye al palacio Imperial y quién al hipódromo en nuestro días? ¿Dónde se hace la política y dónde el espectáculo?

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