El cúmulo de emociones que se me denotan del haber creado esta web se me han materializado en toda una gama de gentiles felicitaciones. Obviamente las hay un tanto forofas procedentes de sitios de liliputienses caldas, como también melancólicas, y no menos ilusionantes cartas concebidas por antiguos maestros en saber, educación y vida. No sé, los nervios de los exámenes me producen tal blogodependencia que escribir se me acontece como una válvula de escape nervioso, además de una excusa para poder, quién lo hubiera dicho, retroceder por los aleatorios senderos del Destino.
Precisamente de senderos va este artículo. De cómo el hombre en tanto que animal parece, cada día más, solidarizarse con sus orígenes nómadas. Las nuevas tendencias, los irremediables cambios en la Realidad y en el Mundo parecen condenar a nuestra sociedad a una desromanización de nuestra convivencia. Sí. Recuerdo cómo en las clases de Derecho Sucesorio, el encatedrado profesor nos hacia constatar la desnuclearización de la familia, cómo instituciones ligadas a las antaño férreas e increbantables raíces de la Familia devienen muebles viejos de una anticuado ordenamiento. La legítima, el fideicomiso… son instituciones que caen en la inapelable sentencia dictada por la Diosa anacronía. Es curioso. El sistema que desgarra los pilares de nuestro Medio, son los mismos que nos trasladan a nuestros pretéritos orígenes. A tiempos pasados, anteriores al sedentarismo y la civilización.
Es cierto que siempre ha habido, en mayor o menor medida, flujos migratorios humanos a lo largo y ancho del Globo. Gutis, hicsos, hunos, godos… son algunos de los nombres que se nos desprenden del campo semántico de las invasiones. Cierto es que los reyes godos (el clan de los “icos”) siempre nos han recordado en mayor o menor grado a Lucifer que a la divinidad suprema de la religión que procesaron. No entraremos aquí a analizar cómo la historia, o mejor dicho, la narración que hacemos de ella, deforma la transcripción de la secuencia de escenas que compone nuestro periplo por los senderos de la existencia humana. La historia siempre la escriben los vencedores, y es inhumanamente posible ser neutral al transmitir los acontecimientos.
Como ya se introdujo en otros artículos (“Binomios cruciales”, ver entradas anteriores) salvo raros casos locales, hasta la colonización del Nuevo Mundo los cambios de población sobre un mismo territorio fueron fenómenos muy esporádicos y localizados. Los “moros” o mejor dicho, “bereberes” no invadieron en masa la Hispania goda, como tampoco lo hicieron los visigodos. Digamos que sucedieron sucesos paralelos a los que acaecen en Oriente Próximo actualmente, poderosas elites extranjeras se hicieron con el cetro detentador de Poder permaneciendo el tejido social prácticamente inalterado. Sin embargo, con la Revolución Industrial y la correlativa pérdida, no solo de “prestigio”, sino de posibilidades ecónomico-culturales del medio rural, las ciudades captaron grandes flujos de población que no sólo atravesaron los muros transregionales sino también las fronteras de los diferentes Estados. El fenómeno migratorio se basa en la desigualdad. Como vasos intercomunicados, el que uno este semi lleno y el otro semi barrio hace que se rompa el equilibrio y se derramen flujos de contenido.
No obstante, hoy no quisiera tratar en exceso de ello, sino de cómo la sociedad occidental actual vuelve al nomadismo. Variando de morada no sólo entre generaciones sino también en el transcurso de las propias vida. La desromanización de nuestra esencia social se traduce no sólo en la carencia de justificación de instituciones sucesorias como el fideicomiso o la legítima sino en la falta de consideración de conceptos como el de casa familiar o pueblo.
La innata tendencia al desorden del Mundo y la soledad que impregna desde el nacimiento a nuestra psique nos lleva a la necesidad de pertenecer a un algo que nos genere protección, o al menos, nos lo parezca. El sistema competitivo de mercado parece haber trasladado la fuerza de pertenencia familiar a la pertenencia al mercado, a la “sociedad”, al “Mundo” dirían muchos. Hoy no se conocen los tíos ni son apenas llamados o visitados los abuelos, de la misma forma que éstos demandan cada día más vida independiente y descanso en forma de “vida social” y disfraces de eterna juventud.Por una vez daré la razón al Papa, la familia se desintegra, cambia, se modula con el devenir de los tiempos. El ser humano vuelve al nomadismo y no sabe qué es tener un pueblo, tener una casa familiar, la melancolía de las raíces, el cariño de una familia. El amigo sustituye al primo y el psicoterapeuta al ascendiente próximo, la desromanización se consuma, diluyéndose los últimos vestigios del Pater Familias y de la potestad del padre y de la madre.
La nación y la política cada día parecen querer “okupar” tan vacíos alojamientos con el objetivo de desplazar a las familias de su antigua unión de vida, camarería, apoyo y sentimiento. La historia y lengua común parecen ser las de los artitas tejedores de marionetas y no la que nos dicen los genes. La legítima se diluye en necesidad, y también el fideicomiso, la institución familiar cambia. Sin embargo, en estos momentos me encuentro con una gran virtud de uno mismo, cómo está bien esto de ser anticuado y tener una gran y fuerte familia a la que estar unido.
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