lunes, 26 de marzo de 2007

Arte o poder

Me acuerdo de un día en el que estaba saliendo de un restaurante cercano al seminario de Barcelona. Salí, como otras veces después de una opípara comida, pensando en asuntos variados, con ese toque de atontamiento que producen las buenas comidas. Reflexioné sobre la conveniencia, o no, de llamar cuadros a unos dibujos, con precio, colgados de las paredes. Se trataba de un conjunto de “cuadros” de estructura amorfa, que bien bien no sé qué querían representar pero que en el tercio sur del cuadro tenían adjunta una gran cebolla, no imaginándome utilidad artística, debota del buen gusto, alguna. El caso es que en se momento recordé cierta excursión maravillosa hecha no hace demasiado tiempo. Este verano tuve la divina, nunca mejor dicho, suerte de visitar Burgos. Una ciudad a una catedral pegada. No en sentido desprestigioso sino con cariño. Son poseedores de un monumento a Dios y al resto de los mortales. Un edificio bello, ejemplar, grandioso; en fin, espectacular.

Seguramente por mi excesiva limitación de miras, no acabo de entender el llamado arte contemporáneo así como las nuevas tendencias cubistas, abstractas, tapianas y mironianas. No sé. Será que estoy, como me dicen, anticuado y entiendo aquello que se hizo en la Edad Media o bajo el Imperio Romano sin dificultad, y en cambio me cuesta entender aquello que, con presunto empeño, realizan los artistas que me son contemporáneos. Realmente, se deduce una clara oposición privativa: o soy tonto artísticamente hablando, o estoy sumamente anticuado, o sencillamente, sin generalizar, buena parte del presunto arte contemporáneo no lo es.

Seamos benévolos. Es algo más que posible que el inconveniente sea la desvinculación, en muchos casos, del arte con el poder. En otras palabras, el componente emotivo que descansa sobre las paredes de la catedral burgalesa o sobre la cúpula de Santa Sofía son algo más que arte, tal y como lo entendemos ahora. Son manifestaciones de poder, propaganda del imperium del soberano y de la necesaria sujeción del pueblo a sus deseos, por su voluntad, y la del Dios al que dedican tales monumentos. Mi obsesión mesopotámica, me recuerda cómo los reyes asirios eran propensos a construir cada cual su palacio, siendo cada uno más grande y espectacular que su predecesor. Basta recordar cómo Sargón II fue capaz de mandar construir una ciudad-palacio para enaltecer su imperial ego (Khorsabad). Claro está que la desvinculación hoy en día no es total.

En un artículo anterior hablé de Dubai (La Nueva Guerra Fría: Tanques que rozan el cielo). En el más paradisíaco de los infiernos actuales, se alzan proyectos de rascacielos que alcanzarán el kilómetro de altitud. Otros, algo más “humildes”, ya sobrepasan los 300 metros en la actualidad y, parece ser, que su extensión promete convertirse en una imparable plaga urbanística. Bien. ¡De vuelta con los orgásmicos destellos de egocentrismo y chulería inherentes a lo humano! Cuanto más alto más poder, más demostración de dominio, más orgullo: aunque sea merced a trabajos y dinámicas más bien poco deslumbrantes y dotadas de ciertas manchas negras hidrocarburizadas, o aún peor, ensangrentadas.

¡Qué se le va a hacer! Continuamos perteneciendo al Reino Animal so que nos pese. No acabo de ver diferencia alguna con la cola del pavo real o el desproporcionado buche rosado de la fragata o rabihorcado con las macroconstrucciones. Claro que no es para cortejar a hembras sino a súbditos y subordinados. Demostraciones de poder que algunos, ya localmente, ni se molestan en mostrar. ¡Para qué, si ya les votamos!

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