La inteligencia es el mejor de los regalos que nos ha donado la madre naturaleza en tanto que nos sirve de inmejorable herramienta para nuestra total adaptación al medio. La técnica, en tanto que manifestación suya, nos ha permitido cierto espacio de autonomía respecto de las vicisitudes del medio, pudiendo con ella incluso modificarlo, incluyendo los seres que en él habitan. La selección natural es quien establece las diferentes relaciones depredador-presa en el devenir de los tiempos variando éstas constantemente. Así pues, quien antes depredaba sucumbe siempre bien ante un cambio explosivo de las circunstancias medioambientales bien ante el acoso de un ser evolucionado con mayor perfección; abriéndose así las puertas a nuevas especies que salpicarán el eternamente en movimiento espectro de seres vivos que han habitado nuestro planeta.
El ser humano, antes que depredador, también fue presa, y la perfección en el uso de la piedra, sílex principalmente, y el fuego, hizo que los antaño temidos felinos diente de sable y cánidos salvajes no fueran solo potenciales depredadores sino también, cada vez más, fáciles víctimas. La superioridad del ingenio humano respecto de las adaptaciones animales ha sido algo de lo cual nos hemos enardecido a lo largo de los tiempos, como queriendo vengarnos de aquellos que evolucionaron cazándonos junto a otras presas. No son pocas las culturas que han encumbrado a sus líderes mostrándoles como los dominadores supremos de todos los que habitan en su reino así como de todos los demás seres que en él medran. Así pues, en la antigua civilización Asiria (en el actual norte de Irak) los soberanos mostraban su desfachatez y poderío acabando con la vida de cuantiosas cantidades de leones asiáticos, caza que produciría la posterior extinción total de la especie en buena parte del globo terráqueo, enardeciéndose de ser ellos, los soberanos asirios, los sujetos más poderosos del vergel mesopotámico. Las expediciones de caza de grandes bestias en el continente africano sobretodo, tan de moda en la elite occidental durante los siglos XIX y XX, y aun existente en muchos casos, nos muestra claros ejemplos de cómo este cruel hábito sigue estando en su esplendor.
Sin embargo, junto a dichas ansias de superioridad sobre aquél que con total seguridad será más débil, los humanos han argumentado en el devenir de los tiempos la caza de animales depredadores con argumentos referentes a su legítima defensa y la de sus bienes (ganado ante todo). Bien lo sabe el antaño abundante lobo, animal que gracias a su desarrollada inteligencia y sus complejas relaciones sociales llegó a habitar, casi en su integridad, el hemisferio norte. Sin embargo, bien es sabido que la peligrosidad de tales animales es ínfima en comparación con otros factores. Así por ejemplo las agresiones realizadas por perros de comportamiento agresivo son extraordinariamente superiores, que las realizadas por sus equivalentes salvajes. No deja de ser paradójico que aquel que defiende contra viento y marea las virtudes de la caza del lobo, anteriormente, o del zorro, en nuestro caso concretamente, permita que seres de la misma familia cánida que los anteriores, y dotados de especial peligrosidad, habiten en las cercanías de nuestras casas.
Quisiera que no se entendieran mis palabras como una directa crítica hacia esa presunta arte llamada caza, aunque ciertamente no sea de mi especial agrado. Únicamente quisiera hacer reflexionar sobre la incongruencia de las actuaciones de muchas personas en nuestros tiempos, declarándose amantes de los ambientes bucólicos y del monte en general, que ante nuestro colosal asombro, acaban con aquello que presuntamente aman. Dice una teoría dentro de la filosofía sobre la Tierra, la teoría Gaia, que nuestro planeta se comporta como un organismo vivo, donde cada elemento le es a ella lo que para nosotros constituye cualquiera de nuestros órganos. Acabando con parte de sus individuos, acabamos con parte de Gaia, y fuera ya de argumentos más propios de la filosofía que de las ciencias puras, debemos decir que el acabar con un ser tiene consecuencias sumamente perjudiciales para el ecosistema, resintiéndose la universalidad de los seres presentes en él con el paso del tiempo. La mosca, el ratón, el conejo, el zorro y el águila, todos ellos son fichas imprescindibles para ese gran tablero llamado bosque mediterráneo. La falta de una, nos impide disfrutar del juego, haciendo desaparecer al resto de las fichas, tarde o temprano, por mera inviabilidad.
Dicen muchos expertos, que si bien el pasado siglo XX fue el siglo de las comunicaciones, el aún lozano siglo XXI será el de la biología, los grandes avances realizados en campos como la genética así lo hacen augurar. Bien podríamos formar parte de este fenómeno y reflexionar sobre cual debe ser nuestra relación con el medio, y por qué no, con nuestro pueblo. Tenemos paisajes, que contra la tendencia imperante en nuestro mundo, aparentan plantar cara a los nuevos tiempos: creciendo, prosperando así como decorando nuestras imágenes del territorio anguiteño. No dejemos que aquello que para los humanos no carece de belleza, se vea despojado de sus, aún no suficientemente conocidos, seres. Participemos de este nuevo siglo con esperanzas buenas y renovadas de querer respetar, no solo a los individuos de nuestra misma especie, sino también a aquellos que quedaron en la carrera de la selección natural en un escalón que lamentablemente depende del nuestro.
(Publicado en el Cantón 2005)
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