domingo, 18 de marzo de 2007

Pensando en periquitos


Siempre me han fascinado las aves. Aprendí el nombre de multitud de ellas antes que las conjugaciones verbales, las tablas de multiplicar o el abecedario. De hecho, a lo largo de mi existencia siempre he tenido un emplumado compañero en mi hogar. Claro que ninguno como aquella entrañable cotorra monje, Marcelino, que vivió siete años conmigo y a la que licenciamos con el cambio de vivienda por miedo a molestar a los vecinos. Trágica elección. La verdad es que aún no me he recuperado de su ausencia, menos aún cuenda contemplo a su coloreado sustituto, ese agresivo agapornis que de tenerlo por Don Juan Tenorio, desde su viudedad, se ha convertido en la versión aviar de Jack el Destripador. El porqué cuento este rollo es sencillo.

Esta mañana anduve por la casa de unos vecinos para cumplir un recadito materno. Ante mis ojos pude contemplar dos jaulas, de tamaño estándar, repletas de coloreados periquitos. Quizás no me hubieran impresionado tanto de no ser que acababa de acondicionar a mi silencioso pájaro-asesino. Se les veía ciertamente contentos, y a juzgar por las explicaciones de su dueña, eran devotos a la juerga cantora y, a tenor de su número, a obscenas bacanales. Camino a mi morada, reflexioné sobre algo que siempre ha obsesionado a mi obsesivo cerebro. Ello es el si estas bellas criaturas de veras son felices en sus jaulas, si sienten algún tipo de anhelo, si se manchan de lamenta, de tristeza, si sueñan con la libertad de los cielos. Supongo que es el inexcusable síndrome de todo carcelero. Pensar si es justa su acción, si tiene justificación, si es conveniente, o, más aún en nuestro caso, si es biológicamente pertinente.

Hasta hace bien poco crié aves fringílidas, o lo que es lo mismo, jilgueros, verdecillos, pinzones y, sobretodo, canarios. Me seducía el poder tener un orfeón aviar en mi hogar, tenores de los cielos contratados inmisericordemente por mi libre albedrío. Ciertamente participaron de la afición de los alegres periquitos, y se multiplicaban como si hubieran leído las Sagradas Escrituras en cuanto a las multiplicaciones de Jesucristo. No sé, le daba vueltas al tema, pero me parecían ciertamente felices. Cantaban, comían, se relacionaban, y ante todo, se reproducían.

No creo que el ave tenga sentimientos en tanto que sensaciones, ajenas a la lógica pero no al lenguaje y la conciencia. Precisamente por ello, porque, a juzgar por nuestra ciencia, carecen de lenguaje y de razonamiento. Aunque tal creencia, como toda proposición empírico-científica, carece de valores de verdad absolutos y, en esencia, es controvertible.

Sabida es la capacidad para resolver algunos problemas de matemática muy primordial por parte de loros, cuervos, primates e incluso pulpos. No obstante, la cuestión me parece no merodear por tales parajes sino que hace referencia, quizás con la intención de justificarme, a la posición de nuestras acciones en la naturaleza.

Me explico. Me produce cierta controversia afirmar que todo lo hecho por la acción humana transciende de lo natural configurándose en un término antónimo como es lo artificial. La teología monoteísta, ya sea hebrea, musulmana o cristiana, más que en términos de lo natural o lo artificial lo reduce todo a la creación, y voluntad divina. Desde mi posición agnóstica, quizás lo reduzca, equivocadamente con mucha probabilidad, a una unidad, lo natural. Me cuesta aceptar la tendencia de nuestra especie a caer en su extrema singularidad, a obviar nuestra pertenencia al medio y ese todo que es la Naturaleza.

¡Es que nosotros podemos dominarla!, me alegarían muchos. Cierto, o por lo menos aproximado. La podemos modular, a mi ver, que no gobernar, puesto que no podemos frenar, por poner claros ejemplos, ni la tectónica de las placas ni los fenómenos volcánicos. A modo de apunte metahistórico, quizás haga falta recordar que las algas unicelurales primordiales generaron el oxígeno del que se alimentan nuestras células. Es decir, modularon la Naturaleza, la cambiaron y así nos facultaron para poder existir.

¿Qué tiene que ver ello con los agapornis, los canarios y los periquitos? Pues que mi proposición es la de afirmar que nosotros somos, irremediablemente, parte de la Naturaleza. ¡Bravo, ya está aquí el ecologista! Lo cual significa que lo artificial en tanto que oposición privativa de lo natural no existe y que debe reducirse espcíficamente a todo lo perteneciente, dentro de lo natural, a lo humano. Tirar una lata en el bosque o contaminar todo lo que nuestra técnica nos permita son parte de la naturaleza. ¡¿¡Cómo, se nos ha vuelto ahora ultraconservador el niño!?!

Déjenme explicarme. El hombre como las primordiales algas unicelurales puede modular, que no dominar, el mundo. Al igual que los elefantes derribando bosques o los hipopótamos estercoleando ríos generando nuevos habitats y conservando los canales de la sabana. Bien, por fin surge mi conclusión. No acabo de definirme sobre si las aves en cautividad son prisioneras enjauladas o partícipes de nuevos hábitats creados por la acción humana, como el del río por los hipopótamos. Nosotros podemos ser artesanos, moduladores del medio creando y mutando los ecosistemas que nos precedieron. No lo sé. Pienso en esas especies de canarios que sólo existen en cautividad, esos híbridos de canario y jilguero, esas aves tropicales salvadas por la acción humana al criarlas en cautividad. No lo sé. Quizás estoy equivocado, quizás no, quizás es que estoy yéndome por complicados derroteros o simplemente, que me pesa en exceso mi instinto de carcelero.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tu no seràs un infiltrat "periquito" al Barça, no? O ara t'ha sortit ploma...ai, ai, ai...

Cuida't